Por : Ramón Ovidio Navarro D.
Con mi respetuoso saludo,Lic Juan Ramon Martinez después de la lectura de su artículo publicado en la página 7-B, “Anales Históricos”: Olanchito entre 1948 y 1963, 25 años de lento desarrollo, en “Diario LA TRIBUNA”, que circuló el domingo 23 de noviembre de 2014, lo felicito por tan valioso aporte para la cultura y la historia de nuestra sociedad que se alimenta de las ideas, conceptos y acontecimientos que relatan y escriben personajes de las letras y de la comunicación como usted, quien se merece las felicitaciones de sus lectores.
Sin ser historiador, analista, escritor u orientador de la opinión pública, comparto el contenido de su mencionado trabajo.
Me impulsa escribirle estos párrafos para aportarle, si usted lo tiene a bien considerar, que yo crecí en el hogar de mis abuelos paternos Mariano Navarro Pouvert y Mercedes Sandoval de Navarro, ambos oriundos de Olanchito, no pertenecientes a clases privilegiadas, honrados, trabajadores, pero bien reconocidos por todas las familias del lugar. Yo no nací en Olanchito, nací en la ciudad Puerto de Trujillo, departamento de Colón, pero adoptivo de Olanchito y de El Progreso, departamento de Yoro. Fui trasladado a Olanchito a la edad de nueve meses, al hogar de mis mencionados abuelos. En Olanchito, inicié la escuela primaria, recordando siempre a mis maestros: Andrés López Díaz y Joaquín Reyes, en la escuela primaria “Modesto Chacón”.
Mis abuelos cultivaron en mí, grandes valores y principios, que creo honrarlos hasta el último día de mi existencia, adhiriendo a ello la formación que me dieron mis padres también: Ramón Navarro Sandoval y Amelia Duarte.
Quiero destacar, porque quizás no lo registren su memoria y sus datos históricos, que el hogar de mis abuelos estaba constituido en su humilde propiedad, con un amplio solar, exactamente frente a la casa de don Francisco Núñez Oseguera, quien junto con su esposa Juanita me vieron crecer desde los nueve meses de edad, lo mismo que don Alirio Ponce Tejeda, su esposa doña Francis y don Felipe Ponce y su esposa doña Cayita Posas, lo mismo que don Mauricio Ramírez y su esposa doña Chayina. Contiguo a la propiedad de mis abuelos Mariano y Mercedes, establecieron la farmacia La Nueva, don Alirio y doña Francis, haciendo un mismo solar con la nuestra (de mis abuelos), aunque antes la tenían al frente, contiguo a la casa de don Francisco Núñez Oseguera.
Mi abuelo Mariano Navarro Pouvert fue un ciudadano ejemplar, que ejerció por algún tiempo el cargo de juez de Paz, pero también sabía el oficio de zapatero. En ambas ocupaciones, generó el sentirse honrada toda la familia. Mi abuela Mercedes, también muy reconocida, por su devoción a la Iglesia Católica y su condición de modista, que entonces le llamaban “costurera”, además fue un ejemplo de unidad de la familia, de principios morales, de cultura y educación.
Debo adicionar, que mi abuela Mercedes le enseñó las primeras letras, mediante el procedimiento de enseñanza por cartilla, a diversos personajes de la ciudad. No tengo absoluta seguridad si sus primeras letras las aprendieron con ella, grandes hombres de talento, como el periodista don Dionisio Romero Narváez y el recordado escritor don Céleo Murillo Soto, a quienes conocí siendo yo un estudiante en cuanto al primeramente mencionado y al segundo ya habiendo culminado mis estudios de abogacía, todo por habérmelos presentado mi padre, con quienes eran grandes amigos.
Es del caso mencionar, que mi abuela era comadre con doña Chabelita Amaya, quien tenía su casa de habitación frente a la Plaza Central ahora parque Central, donde había crecido un gran árbol de ceiba o “ceibón”, así llamado popularmente por los de la época. Por encargo de mi abuela Mercedes, para decir mejor: por mandados, llegaba frecuentemente a saludar a doña Chabelita, madre del orgullo de las letras hondureñas, escritor y novelista don Ramón Amaya Amador, a quien veía de pie en el corredor de la casa de su madre. Posteriormente lo volví a ver, ya en el exilio, en ciudad de Guatemala, precisamente en un parque de la capital, presentándomelo mi padre, como amigo de él y explicándome ser el autor de Prisión Verde, ya para entonces yo estudiaba en el instituto José Trinidad Reyes y mi padre, en período de vacaciones me llevó a Guatemala con el objeto de una intervención quirúrgica de amigdalitis, pudiendo haberlo hecho en uno de los hospitales de la Tela Rail Road Company, de la cual era empleado mi padre, pero él dispuso viajar a Guatemala para entrevistarse con el novelista Amaya Amador, con quien sostuvieron excelentes relaciones de amistad, sin considerar el pensamiento o ideología de ambos, sino poniendo como prioridad la amistad de sus respectivas madres y la propia de ellos. Tuve el honor de conocer a la madre del novelista y a él en las dos circunstancias: haciendo “mandados de mi abuela” y posteriormente en su situación de exilio él y nosotros de visita en Guatemala.
No es mi propósito ser vanidoso en la alusión a los hechos y acontecimientos que le expreso en esta nota, sino aportar a su voluminosos hechos históricos en su poder y honrar la memoria de mis ascendientes, integrados en las familias Navarro y Sandoval, de esta última quedan muchas y muchos, de quienes me enorgullezco por su honradez, laboriosidad, principios cristianos y sobre todo integración familiar y poseedores de un sólido cariño entre sí y para el prójimo.
Muchas personas que aún existen y me merecen respeto y admiración recuerdan estos y otros hechos que pueden contribuir a la historia. Solamente tengo en mi memoria a una apreciable dama que dichosamente la tenemos en nuestra sociedad y que recuerda a mis ascendientes y colaterales, como a quien cariñosamente le llamamos doña Locha Caballero. Mi reconocimiento para ella y sus hijas y demás familia.
Finalmente deseo destacar que siendo niño conocí a muchas de las personas distinguidas y honorables que usted menciona y que una de ellas, don Nemecio Cárcamo, a quien llamábamos todos de la familia: Tío Mencho, fue casado con mi tía Tila Sandoval, quien recientemente falleció en Olanchito y que me unen lazos de amistad y familiares así como con otras de las familias que usted menciona.
Se adhieren a esta relación de hechos mis hermanos Guillermo Ordóñez Duarte, Orbelina, Olinda Suyapa, José Omar Navarro Duarte, Miriam y Yolanda Navarro.
No persigo publicidad con esta iniciativa de escribirle, sino que quizás usted lo considere para sus reseñas históricas, que como dice al final de lo escrito en tan prestigiado medio: “continuará en el próximo número”.
Dejo a su ilustrado criterio tomar en consideración lo escrito en estos párrafos. “Soy un simple abogado y notario, viendo caer la tempestad en este país” (sic).
“La historia es testimonio de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, anuncio de la antigüedad”. (CICERON: de oratoria).
Con demostraciones de mi mayor consideración, dejando constancia de mi agradecimiento, me suscribo de usted, atentamente.
Fuente : Diario La Tribuna Seccion Anales Historicos 14 Diciembre 2014
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sábado, 27 de diciembre de 2014
martes, 9 de diciembre de 2014
Olanchito 1948-1963: La gran huelga y la campaña electoral
Por Juan Ramon Martinez
Aunque éramos muy jóvenes, todavía sin ingresar en la adolescencia, la Gran Huelga y la campaña electoral de 1954, estremecieron a toda nuestra generación. Estábamos entonces una mañana en el aula del sexto grado; y de repente, alguien menciono que había huelga. Y que estaba cerca. El que lo dijo no pudo explicar que era una huelga, quienes la ejecutaban, que buscaban; y, tampoco donde estaban. Pero ocurre que los huelguistas ya habían ingresado desde los campos bananeros cercanos, caminando a pie desde Coyoles Central especialmente, para congregarse en el Parque Central de la ciudad.
Hacia allí nos dirigimos los más curiosos. Cuando le preguntamos a los extraños, que tenían toda la pinta de trabajadores de las fincas, quien era el líder nos señalaron hacia la improvisada tribuna en donde, un hombre de baja estatura, de unos cuarenta años lo más, se dirigía en forma monocorde y cansada, a sus compañeros de lucha. “Tengo tres días de no dormir” recuerdo que repetía Jeremías Cruz, trabajador de Coyoles, experto en fumigar los riachuelos, pozos de agua estancada y pequeños causes entre los barracones, para prevenir la malaria, explico alguno que estaba cerca. Dijo después, que agradecía la cooperación de los comerciantes locales – la mayoría “turcos” – que le habían dado una muy valiosa cooperación para sostenerse.
Nosotros, llamados por la campana de la escuela, volvimos a nuestras clases, pese a que el profesor ese día — por razones de salud– no había llegado. El director Manuel de Jesús Castro, sin embargo, nos reconcentro en nuestra aula en donde varios empezaron a hablar al unísono. Le escuche a uno que dijo que si el profesor Quincho, no asistía por enfermedad, no teníamos por qué estar sentados, sin recibir clases. Otro dijo la palabra huelga. Y al final, uno de los más garrudos dijo, que nos pusiéramos en huelga. Todos dijimos que sí.
En la tarde, todos nos presentamos a nuestras clases pero nos quedamos en el parque situado al frente, sin entrar al aula. Una media hora después, el profesor Castro tomo cartas en el asunto. Y se quedó en las puertas, vara en mano, esperándonos. Poco a poco, sin motivación suficiente, nos fuimos rindiendo; y uno a uno, fuimos entrando al patio, en donde nos formó en fila; y nos castigó físicamente a cada uno de los alumnos de sexto grado. A su pregunta disgustada: “quien es el jefe de este motín”, el más grande todos nosotros – y que no tenía responsabilidad alguna – asumió la culpa. Pero él era más fuerte y soporto el castigo físico que le impuso el director de la escuela Profesor Manuel de Jesús Castro. Se llamaba Francisco Villagra. Creo que para todos, aquello fue un incidente sin importancia. Lo he guardado, solo para honrar el compromiso que tenia de contarlo. Cosa que hago ahora.
Para finales de 1954 estaba previstas las elecciones generales para suceder al presidente Juan Manuel Gálvez que había sido elegido sin oposición alguna en 1948. Para 1954, el Partido Nacional estaba dividido en dos facciones: el Partido Nacional cariista y el Movimiento Nacional Reformista. Llevaba como candidato, el primero, al ex dictador Carias Andino y al que había sido su vicepresidente, el general e ingeniero Abraham Williams Calderón, el MNR. El Partido Liberal llevaba a Villeda Morales como Presidente y a Enrique Ortéz Pinel como vicepresidente. Villeda Morales y Ortez Pinel, visitaron la ciudad. Les oímos hablar; y nos impresionaron sus discursos. Ni carias Andino ni Williams llegaron a la ciudad que se quedó sin conocerles. Pero con todo, lo mejor fue la campaña. Es aquí en donde se centran nuestros recuerdos. Unos meses antes de las elecciones, establecidas a celebrarse el 10 de octubre de 1954, se instalaron alrededor del Parque Francisco Morazan, tres altoparlantes, los más ruidosos que se había conocido hasta entonces en la ciudad. Popularmente, se les llamo “pito retas” a los altos parlantes. El primero (el del Partido Liberal) se instaló en la casa de doña Filena Ramírez, el segundo en el cine Gardel y que servía para hacerle propaganda al Partido Nacional; y el tercero, dedicado a la campaña del MNR estaba en la casa que después fue propiedad de Danilo Soto, entre el cabildo municipal y El Astoria. Los “locutores” liberales eran Roberto Sorto, Terencio Puerto, Lisandro Quesada Bardales, Norberto Bardales y Tita Sorto, la voz melodiosa que cantaba divinamente.
Los del Partido Nacional eran Ranulfo Rosales, Lucas Zelaya Lozano e Ibrahim Puerto Posas. En la pito reta reformista Oscar Melara y Estrada, a los que hacían compañía musical, cantándole canciones populares, los integrantes del “Quinteto Melódico” (Gilberto Zelaya, Plutarco Meléndez Posas, Jorge Burgos, Bill Santos y Carlos Urcina). Al principio, como los tres altos parlantes operaban al unísono, era difícil escuchar la verborrea de los improvisados “locutores” políticos. Enterados los involucrados, establecieron un pacto, en virtud del cual, hablaría cada uno de ellos una media hora, para en la siguiente, lo hiciera el de otro partido.
De este modo, en la noche se hacían por lo menos dos rondas en las que aprovechaban para polemizar arduamente. Las discusiones eran la mayoría pedestres, sin contenido; y tenían más bien, como se acostumbraba entonces, la impronta de la ofensa y la agresión verbal, algunas chapaleando en los lodazales de la vulgaridad. Los más moderados eran los reformistas, de los cuales recuerdo que se decía popularmente que “ñato era el candidato (general Williams), ñato el locutor ( Señor Estrada) y ñata la pito reta”. Los que se agredían con más fuerza e incluso cayendo en la vulgaridad, eran los nacionalistas y los liberales, que lo hacían sin piedad y casi sin respeto alguno. La verdad es que, para oírlos, uno tenía que ir al Parque Morazán, de forma que evadía las agresiones auditivas si se mantenía algunas cuadras alejadas de donde provenían los ruidos.
Las elecciones celebradas en la fecha indicada, fueron ganadas por los liberales en forma bastante holgada. Villeda Morales hablo por la radio un día después, diciendo aquello que habían ganado la batalla.
La mayoría de nosotros, no valoro suficiente lo que estábamos siendo testigos. Era una suerte de juego de multitudes, nada más. No apreciábamos trascendencia alguna. La huelga y las elecciones, solo tenían significado tan solo como expresiones de multitudes. Como simples pompas de jabón. Para conocer el significado de esos dos grandes acontecimientos y, valorarlos; teníamos que esperar algunos años más.
Fuente : La Tribuna 7 Diciembre 2013
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Aunque éramos muy jóvenes, todavía sin ingresar en la adolescencia, la Gran Huelga y la campaña electoral de 1954, estremecieron a toda nuestra generación. Estábamos entonces una mañana en el aula del sexto grado; y de repente, alguien menciono que había huelga. Y que estaba cerca. El que lo dijo no pudo explicar que era una huelga, quienes la ejecutaban, que buscaban; y, tampoco donde estaban. Pero ocurre que los huelguistas ya habían ingresado desde los campos bananeros cercanos, caminando a pie desde Coyoles Central especialmente, para congregarse en el Parque Central de la ciudad.
Hacia allí nos dirigimos los más curiosos. Cuando le preguntamos a los extraños, que tenían toda la pinta de trabajadores de las fincas, quien era el líder nos señalaron hacia la improvisada tribuna en donde, un hombre de baja estatura, de unos cuarenta años lo más, se dirigía en forma monocorde y cansada, a sus compañeros de lucha. “Tengo tres días de no dormir” recuerdo que repetía Jeremías Cruz, trabajador de Coyoles, experto en fumigar los riachuelos, pozos de agua estancada y pequeños causes entre los barracones, para prevenir la malaria, explico alguno que estaba cerca. Dijo después, que agradecía la cooperación de los comerciantes locales – la mayoría “turcos” – que le habían dado una muy valiosa cooperación para sostenerse.
Nosotros, llamados por la campana de la escuela, volvimos a nuestras clases, pese a que el profesor ese día — por razones de salud– no había llegado. El director Manuel de Jesús Castro, sin embargo, nos reconcentro en nuestra aula en donde varios empezaron a hablar al unísono. Le escuche a uno que dijo que si el profesor Quincho, no asistía por enfermedad, no teníamos por qué estar sentados, sin recibir clases. Otro dijo la palabra huelga. Y al final, uno de los más garrudos dijo, que nos pusiéramos en huelga. Todos dijimos que sí.
En la tarde, todos nos presentamos a nuestras clases pero nos quedamos en el parque situado al frente, sin entrar al aula. Una media hora después, el profesor Castro tomo cartas en el asunto. Y se quedó en las puertas, vara en mano, esperándonos. Poco a poco, sin motivación suficiente, nos fuimos rindiendo; y uno a uno, fuimos entrando al patio, en donde nos formó en fila; y nos castigó físicamente a cada uno de los alumnos de sexto grado. A su pregunta disgustada: “quien es el jefe de este motín”, el más grande todos nosotros – y que no tenía responsabilidad alguna – asumió la culpa. Pero él era más fuerte y soporto el castigo físico que le impuso el director de la escuela Profesor Manuel de Jesús Castro. Se llamaba Francisco Villagra. Creo que para todos, aquello fue un incidente sin importancia. Lo he guardado, solo para honrar el compromiso que tenia de contarlo. Cosa que hago ahora.
Para finales de 1954 estaba previstas las elecciones generales para suceder al presidente Juan Manuel Gálvez que había sido elegido sin oposición alguna en 1948. Para 1954, el Partido Nacional estaba dividido en dos facciones: el Partido Nacional cariista y el Movimiento Nacional Reformista. Llevaba como candidato, el primero, al ex dictador Carias Andino y al que había sido su vicepresidente, el general e ingeniero Abraham Williams Calderón, el MNR. El Partido Liberal llevaba a Villeda Morales como Presidente y a Enrique Ortéz Pinel como vicepresidente. Villeda Morales y Ortez Pinel, visitaron la ciudad. Les oímos hablar; y nos impresionaron sus discursos. Ni carias Andino ni Williams llegaron a la ciudad que se quedó sin conocerles. Pero con todo, lo mejor fue la campaña. Es aquí en donde se centran nuestros recuerdos. Unos meses antes de las elecciones, establecidas a celebrarse el 10 de octubre de 1954, se instalaron alrededor del Parque Francisco Morazan, tres altoparlantes, los más ruidosos que se había conocido hasta entonces en la ciudad. Popularmente, se les llamo “pito retas” a los altos parlantes. El primero (el del Partido Liberal) se instaló en la casa de doña Filena Ramírez, el segundo en el cine Gardel y que servía para hacerle propaganda al Partido Nacional; y el tercero, dedicado a la campaña del MNR estaba en la casa que después fue propiedad de Danilo Soto, entre el cabildo municipal y El Astoria. Los “locutores” liberales eran Roberto Sorto, Terencio Puerto, Lisandro Quesada Bardales, Norberto Bardales y Tita Sorto, la voz melodiosa que cantaba divinamente.
Los del Partido Nacional eran Ranulfo Rosales, Lucas Zelaya Lozano e Ibrahim Puerto Posas. En la pito reta reformista Oscar Melara y Estrada, a los que hacían compañía musical, cantándole canciones populares, los integrantes del “Quinteto Melódico” (Gilberto Zelaya, Plutarco Meléndez Posas, Jorge Burgos, Bill Santos y Carlos Urcina). Al principio, como los tres altos parlantes operaban al unísono, era difícil escuchar la verborrea de los improvisados “locutores” políticos. Enterados los involucrados, establecieron un pacto, en virtud del cual, hablaría cada uno de ellos una media hora, para en la siguiente, lo hiciera el de otro partido.
De este modo, en la noche se hacían por lo menos dos rondas en las que aprovechaban para polemizar arduamente. Las discusiones eran la mayoría pedestres, sin contenido; y tenían más bien, como se acostumbraba entonces, la impronta de la ofensa y la agresión verbal, algunas chapaleando en los lodazales de la vulgaridad. Los más moderados eran los reformistas, de los cuales recuerdo que se decía popularmente que “ñato era el candidato (general Williams), ñato el locutor ( Señor Estrada) y ñata la pito reta”. Los que se agredían con más fuerza e incluso cayendo en la vulgaridad, eran los nacionalistas y los liberales, que lo hacían sin piedad y casi sin respeto alguno. La verdad es que, para oírlos, uno tenía que ir al Parque Morazán, de forma que evadía las agresiones auditivas si se mantenía algunas cuadras alejadas de donde provenían los ruidos.
Las elecciones celebradas en la fecha indicada, fueron ganadas por los liberales en forma bastante holgada. Villeda Morales hablo por la radio un día después, diciendo aquello que habían ganado la batalla.
La mayoría de nosotros, no valoro suficiente lo que estábamos siendo testigos. Era una suerte de juego de multitudes, nada más. No apreciábamos trascendencia alguna. La huelga y las elecciones, solo tenían significado tan solo como expresiones de multitudes. Como simples pompas de jabón. Para conocer el significado de esos dos grandes acontecimientos y, valorarlos; teníamos que esperar algunos años más.
Fuente : La Tribuna 7 Diciembre 2013
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lunes, 8 de diciembre de 2014
Breve incursión al mundo garciamarquiano
Por : Dr. Juan Fernando Avila Posas (Olanchito,Yoro, Honduras)
A: Juan Ramón y José Dagoberto Martínez B. irrenunciables admiradores de la obra del célebre y desaparecido escritor colombiano.
El jueves 17 de abril, en plena celebración consagratoria a la Semana Santa del 2014, a las nueve de la mañana, en su casa de habitación ubicada en la calle de Fuego 144 del suburbio residencial del Pedregal de San Ángel, zona postal 20 de la ciudad de México D.F., a la edad de 87 años, rodeado en su lecho de enfermo por su esposa Mercedes Barcha, sus dos únicos hijos, Rodrigo y Gonzalo, además de sus nietos, se rindió ante los designios inevitables de la muerte, el más importante escritor de habla hispana que la república de Colombia le haya dado al mundo, como fue el célebre autor de tantas obras trascendentes de la literatura,
Gabriel García Márquez, quien había nacido en Aracataca (Magdalena), un lugar del Caribe colombiano, un 6 de marzo de 1927, siendo uno de los diez y seis hijos de Gabriel Eligio García, de oficio telegrafista y once de su esposa Luisa Santiaga Márquez.
La noticia de la muerte del escritor circuló con profusión por todas las redes sociales, y las reacciones fueron múltiples, todas acentuadas con timbres de pesadumbre y nostalgia, pues el fallecimiento de una personalidad que revolucionó la creatividad literaria desde géneros complejos como el cuento y la novela, subvirtiendo las reglas tradicionales de la redacción, y combinando la realidad con la fantasía, derivaron en un nuevo mundo de invención que nació en Macondo, un nombre de resonancia poética de una remota aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y ubicada dentro del Caribe colombiano, hasta traducir el mundo a una verdad literaria bautizada como realismo mágico.
El diminutivo de Gabo fue un trato efectivo que le diera Eduardo Zalamea Borda, subdirector de El Espectador, cuando el renombrado escritor incursionó exitosamente en el periodismo colombiano, donde publicaría sus primeros cuentos, que más tarde pasarían a formar parte de su voluminosa obra, y el trato de Gabito, recibió en forma diminutiva desde niño en su tierra natal, cuando en las calles polvorientas y abanicadas por los vientos vespertinos despedidos por los bananales, jugaba trompo con su más antiguo amigo de infancia, Luis Carmelo Correa.
La primera noticia que tuve de Gabriel García Márquez, como escritor, fue en los meses iniciales del año de mil novecientos sesenta y siete. Yo me había matriculado como alumno regular en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), e inspirado como lector irrenunciable de todo lo que contribuyera a mi formación cultural, una mañana, con la tímida curiosidad del adolescente provinciano extranjero, ingresé a la Librería Universitaria del Paseo de las Facultades, donde se encontraban todos los ejemplares editados por la Editorial Universitaria, y otras obras impresas por centros de formación superior del resto del país, dentro de las que no se excluía la Universidad de Xalana, Veracruz, que venía desarrollando una labor divulgativa de autores nacionales y extranjeros digna de admiración. Allí encontré algunos textos que adquirí a precios extraordinariamente baratos, dentro de los que recuerdo, La ventana en el rostro, de la voz representativa de la nueva lírica salvadoreña Roque Dalton, Cada cosa es babel, del poeta mexicano Eduardo Lizalde, El acoso, del narrador neobarroco cubano Alejo Carpentier, además de El final del fuego y Las armas secretas, del argentino Julio Cortazar, y por supuesto, La mala hora, de Gabriel García Márquez, que fueron mis primeras lecturas en el exterior en mi apasionada formación cultural autodidacta.
Lejos de imaginar estaba que una obra de trascendencia literaria de la dimensión de Cien Años de Soledad, había sido editada por la editorial sudamericana de Argentina, y que mi compañero de departamento, el poeta y estudiante de Derecho en la misma universidad, Livio Ramírez Lozano, llevaría una mañana a nuestra habitación para ser leída por él, y más tarde sugerirme el conocimiento de la misma, y las innovaciones descubiertas, vistas desde una perspectiva que el autor había creado como nueva corriente en el marco de la narrativa contemporánea latinoamericana.
Este año se vivían procesos cíclicos de conmoción mundial. Se desencadenaron una serie de fenómenos violentos en América Latina, dentro de los que se inscribía la presencia del guerrillero heroico Ernesto Che Guevara, en las agrestes montañas sudamericanas de Bolivia, quien junto a nuevas figuras revolucionarias pretendían cambiar la realidad político social de los pueblos sojuzgados de América por medio de la boca de los fusiles. En Perú, igualmente, las fuerzas insurgentes hablaban el mismo lenguaje, a través de los grupos Sendero Luminoso y Tupamaros, como de similar forma lo hacían en Guatemala, las células guerrilleras divididas en tres columnas, encabezadas por el excadete militar Luis Turcios Lima, que pereciera en un accidente automovilístico, el chino Yon Sosa, y César Montes. En Colombia, Manuel Murulanda (Tiro fijo), encendía la llama combatiente de la FARC, en un nuevo intento de reivindicación popular. En Venezuela, Douglas Bravo y Teodoro Petkoff, reagrupaban sus fuerzas para incendiar las montañas del país andino, mientras en Honduras, se había constituido con todas las formalidades el FSLN, que barrería con la dinastía impuesta y hecha dictadora de la familia Somoza y suc. de Nicaragua.
En México la juventud universitaria elevaba signos de protesta exigiendo reformas estructurales educativas para el país, y el rechazo a la longetividad del mismo partido en el poder, y con ese fin, se protagonizaron una serie de protestas, y multitudinarias manifestaciones que culminaron con la histórica y brutal represión de Tlatelolco, dejando un saldo dolorosamente humano para el país, y una herida sangrante que nunca ha podido
cicatrizar.
Dentro de toda esta convulsión, la pluma vigorosa y fecunda de Gabriel García Márquez, ya nos había adelantado varias obras como el Monólogo Isabel viendo llover en Macondo (1955), Relato de un náufrago (reportaje) (1955), (premio de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia) La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la mama grande, La mala hora (premio ESSO de novela colombiana), y finalmente aparecía la novela Cien Años de Soledad, que además de inmortalizarlo, ganaría una influencia desconcertante en los escritores de habla hispana, y formaría una legión de admiradores y lectores influenciados por su estilo como ningún otro autor lo haya logrado en el ejercicio de su mundo creacional, tal como lo inició en el universo mágico de Macondo, pasando por la capacidad de ascensión de Remedios la Bella, al mundo de invenciones y novedades de Melquiades, las noticias cantadas y llevadas de pueblo en pueblo por Francisco el Hombre, así como los sufrimientos torturantes vividos por la Cándida Erendira y su abuela desalmada, que tuvo que pagar con su cuerpo y sus servicios sexuales por el daño que hizo a su abuela, como de igual forma lo hacían las prostitutas en la costa norte de Honduras donde vivían su calvario, tratando de saldar cuentas que cada día aumentaban y las comprometían con las dueñas en los centros de tolerancia donde se refugiaban a vender sus placeres.
Pero lo que deseo referir fundamentalmente es que La mala hora, el primer libro que conocí de García Márquez, lo que más me impresionó además del ambiente de relaciones tejidas por un falso aprecio y la envidia secular propia de los pueblos, pequeños, fue la identidad de sus protagonistas con muchos personajes de mi tierra natal, y aquel dato sugerente y casi fotográfico, como la presencia de la United Fruit Company, explotando las fincas bananeras, como lo hacía en nuestra región del Valle del Aguán la Standard Fruit Company, más la inevitable conducta del alcalde intransigente, del dentista flebotomiano, el cura impostergable, del barbero inagotablemente parlanchín sabelotodo, y tantos personajes que transitaban en el marco referencial y dialogal de la novela, igual que la Calle de los Turcos, que fue quizá la traslación más precisa y subliminal de una arteria comercial de mi ciudad al marco escénico de la novela, como el hotel de dos plantas frente a la estación sombría del ferrocarril, me volvieron un lector inmenso en la búsqueda de cuanto tuviera un perfil, un sesgo, o algo que fuera propio de mi tierra, y que el autor lo había llevado hacia Macondo, para armar la estructura integral de su novela. Yo me imaginaba a los viejos palestinos de Olanchito, sentados en las puertas de sus tiendas como Serapio Bendeck, Juan Abudog, Carlos Hoch, Goyo Marzuca, y Salvador Mahomar, comiendo con devoción semillas de calabaza en el sopor de las tardes inigualables, reprimiendo las angustias de vivir lejos del cuenco de sus lejanas tierras, y esperando como lo hacían en Macondo, los sirios Moisés, Salomón y Elías, la llegada del último tren crepuscular.
Fueron tantos los lugares comunes, que mi entusiasmo sobrepasó la lectura lineal de sus capítulos, y después de ese momento, me entregué exclusivamente a conocer la generalidad de la obra del autor colombiano que tenía maravillada a los lectores del universo, y del cual se hablaba inusitadamente en bares, cafeterías, restaurantes, círculo de estudio, tertulias, universidades y en los centros donde se ventilaba cultura.
Así fue que incursioné en la lectura de Cien Años de Soledad, y más tarde comprobé, como lo sigo comprobando con sorprendente y asombrosa coincidencia, que el síndrome o conocimiento de una obra original o clásica, no influye de manera determinante en la formación inicial o posterior de un futuro escritor. El propio García Márquez lo confiesa en la página 57 de sus memorias, Vivir para contarla, que el primer cuento que el conoció en su vida fue Genoveva de Bravante, leída por Juana de Fleytes, una matrona rozagante que tenía al don bíblico de la narración. Curiosamente, muchos años después sin la menor referencia del célebre autor, porque hasta entonces era desconocido, Juan Ramón Martínez, cuando apenas era un adolescente y comenzaba a inquietarse por este oficio irredimible que tamizan las palabras, tendría la oportunidad de conocer el mismo libro, Genoveva de Bravante, del autor alemán Cristóbal Srhmid, un día que su madre doña Mercedes Bardales Colindres, la dejara bajo el colchón de su cama donde ella acostumbraba realizar su siesta, y el futuro escritor la sustraería de manera furtiva para después envolverse en la lectura ininterrumpida de la novela que había apasionado a su madre, y la cual guardaba como una de sus reliquias preciadas y leía con repetida satisfacción.
El libro Genoveva Bravante, mucho tiempo después, sería recibido como regalo de despedida una noche cuando se disponía a cenar en un restaurante de Barcelona, España, cercano a la Avenida Madrid, y refiere que mientras el chef tomaba la orden, sus dos hijas con residencia en aquella apasionante ciudad, y uno de sus yernos, le entregaron n regalo, y era Genoveva Bravante, editada en la misma ciudad por Juan Roca y Bros, calle de Platería # 104.
Sin embargo, ni a García Márquez, ni a Martínez Bardales, Genoveva de Bravante, les determinó su vocación para seguirnos deleitando con una sintaxis inigualable en el marco del desarrollo de la literatura internacional y nacional.
García Márquez, confesaba que su punto de partida para la elaboración de un escrito lo constituía una imagen visual. En tanto en otros escritores el libro nace de una idea, en cambio en él, la visión se volvía totalizante, y es cuando se sentaba frente a una máquina de escribir de nueve de la mañana a tres de la tarde, ante un ramo de flores amarillas a desarrollar o redactar lo que más tarde sería la visión de un cuento, o de una novela. La hojarasca, su primera novela, es la visión de un viejo que llevó a su nieto a un entierro. El coronel no tiene quien le escriba, la visión de un hombre con una especie de silenciosa zozobra esperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La mala hora, la vida clandestina de una sociedad confesada en verdades por medio de pasquines pegados en las puertas de las casas, Cien Años de Soledad, la imagen de un viejo que lleva a un niño a conocer el hielo exhibido como curiosidad de circo, y según sus biógrafos y críticos, es el tiempo cíclico en el que suceden historias fantásticas, peste de insomnio, diluvios, fertilidad desmedida, levitaciones. Es una gran metáfora en la que se narra la historia de las generaciones de los Buendía, y así se fue produciendo durante años todo ese mundo maravilloso traducido en literatura mediante un lenguaje renovado con una riqueza idiomática contagiosa, de evocaciones casi fantásticas que solo la soledad y la nostalgia pudieron recuperar traducidas en la obra más leída en el universo después de la Biblia y Don Quijote.
De igual forma el autor ha descrito que La siesta del martes, el que consideró su mejor cuento, y que para los nuevos lectores forma parte de la narrativa de Los funerales de mama grande, surgió de la visión de una mujer vestida de luto cerrado con una niña de doce años que llevaba un ramo de flores mustias envueltas en un periódico. Era la madre y hermana menor del ladrón que María Consuegra, había asesinado de un tiro unos días antes cuando trataba de forzar la puerta con una ganzúa, quienes caminaban con un paraguas negro bajo el sol ardiente en un pueblo desierto con destino al cementerio.
El relato es una realidad recreada mágicamente con un lenguaje sobrio, dominado por una preocuparon de eficaz y sorprendente ambientación, en un escenario que fue parte de sus insomnios, y teniendo a Macondo, ese nombre de resonancias inusitadas, incrustadodentro de la interminable simetría de los bananales como escenario, distante a diez minutos de Aracataca, su tierra natal, donde vivieron sus abuelos, Nicolás Ricardo Márquez (Papalelo) y Tranquilina Iguaran (Mima), quienes inspiraron y fortalecieron tantas historias del más fecundo escritor de habla hispana que hayamos tenido la fortuna de leer.
Macondo, sobrevivió en la literatura garciamarquiana hasta el libro Cien Años de Soledad, su quinta obra. Después sobrevendrían novelas y cuentos escritos en nuevos escenarios, distintos personajes, diferentes realidades, y en el camino de una nueva narrativa más de alguno de los protagonistas sucumbió ante la adversidad o la muerte, o el propio autor se vio obligado a liquidarlo y prescindir de él, para que la novela recobrara el cauce narrativo que el autor quería imprimirle, pero García Márquez, llegó a humanizar a tal extremo sus personajes, que en un relato del Olor de la guayaba, confesó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, que cuando decidió terminar de una vez por todas con más de alguno, dejó de escribir el párrafo siguiente y se fue a su cama a llorar por el personaje muerto, con el mismo sentimiento con que se llora a un ser querido o a un familiar cercano y necesario que se pierde definitivamente para siempre.
Al rememorar la obra íntegra del autor latinoamericano que más me ha impresionado, revisó su voluminosa bibliografía, y llegó a la conclusión, que quizá nadie como Gabriel García Márquez, supo escoger su vocación de escritor, aún contrariando los deseos y aspiraciones de su progenitor, que deseaba tener un abogado dentro de sus diez y seis hijos, pero muchos años después, cuando el escritor se había convertido en una celebridad, Gabriel Eligio García, padre del autor, habría de sentirse orgulloso, y esa confesión se la hizo saber a Roberto Ruiz, reportero cultural mexicano, quien en una prolongada entrevista de dos páginas concedida en Barranquilla y publicada en el suplemento dominical El gallo ilustrado de Diario El Día de México, titulado Los muertos como los jazmines se aparecen, habló de la maravillosa obra de su hijo, de los relatos que él le contaba, y las menciones de la mayoría de los familiares que incluyó en sus novelas y los hizo trascendentes, y donde además refirió; que la vena de escritor de Gabito, la había heredado de él, porque él en su juventud escribía crónicas y poemas para periódicos de Barranquilla, y algunos de sus contemporáneos se reían porque él no era parnasiano.
Es probable que Gabriel García Márquez en su inimitable carrera como escritor haya recibido, además del Premio Nóbel de Literatura en 1982, elogios multitudinarios, como también el odio de quienes nunca pudieron alcanzar sus triunfos maravillosos y el carisma de su personalidad, pero creo que la discrepancia más notoria y pública la tuvo con el escritor peruano Mario Vargas Llosa, con quien jamás llegó a conciliarse y quien escribiera un voluminoso estudio de la narrativa del autor colombiano conocida como Historia de un deicidio, y el día de la muerte del autor colombiano, apenas exteriorizó un breve lamento rememorando tal vez el episodio que friccionó su amistad, como también lo hiciera al referirse al doctor Fidel Castro Ruiz, a quien conceptualizó peyoritariamente como uno de los más sanguinarios y repugnantes dictadores que haya producido la fauna totalitaria y autoritaria de Latinoamérica.
García Márquez, fue un caribeño auténtico, apasionado de la música de su país, y bailador de los ritmos electrizantes que movieron al mundo desde el porro colombiano, pasando por la cumbia santiaguera y los vallenatos, a los que consideró como expresiones o lamentos que se cantan y se bailan.
Su muerte fechada a principio de esta crónica, no ha significado simplemente la ausencia física de alguien que con su talento nos llevó a descubrir la soledad ignorada de América, y nuestra propia soledad. Significa la imposibilidad de reencontrarse con novedosas obras, lo que entendimos anticipadamente desde la publicación de Historia de mis putas tristes, donde las construcciones gramaticales, la verbalidad, la adjetivación, nutrida ternura, se deslizan líneas a líneas provocando una sorprendente aprehensión en el lector hasta conducirnos a sus párrafos finales.
Su muerte nos dejó sumidos en un limbo de tristeza y soledad, porque como lo diría con lenguaje escatológico, “Morir, no es estar ya más entre los amigos”. Seguro que con su muerte Macondo se convirtió en un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugados por la cólera del huracán bíblico, y que todo lo escrito sería irrepetible, desde siempre y para siempre, porque las estirpes de Cien Años de Soledad, no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra.
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A: Juan Ramón y José Dagoberto Martínez B. irrenunciables admiradores de la obra del célebre y desaparecido escritor colombiano.
El jueves 17 de abril, en plena celebración consagratoria a la Semana Santa del 2014, a las nueve de la mañana, en su casa de habitación ubicada en la calle de Fuego 144 del suburbio residencial del Pedregal de San Ángel, zona postal 20 de la ciudad de México D.F., a la edad de 87 años, rodeado en su lecho de enfermo por su esposa Mercedes Barcha, sus dos únicos hijos, Rodrigo y Gonzalo, además de sus nietos, se rindió ante los designios inevitables de la muerte, el más importante escritor de habla hispana que la república de Colombia le haya dado al mundo, como fue el célebre autor de tantas obras trascendentes de la literatura,
Gabriel García Márquez, quien había nacido en Aracataca (Magdalena), un lugar del Caribe colombiano, un 6 de marzo de 1927, siendo uno de los diez y seis hijos de Gabriel Eligio García, de oficio telegrafista y once de su esposa Luisa Santiaga Márquez.
La noticia de la muerte del escritor circuló con profusión por todas las redes sociales, y las reacciones fueron múltiples, todas acentuadas con timbres de pesadumbre y nostalgia, pues el fallecimiento de una personalidad que revolucionó la creatividad literaria desde géneros complejos como el cuento y la novela, subvirtiendo las reglas tradicionales de la redacción, y combinando la realidad con la fantasía, derivaron en un nuevo mundo de invención que nació en Macondo, un nombre de resonancia poética de una remota aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y ubicada dentro del Caribe colombiano, hasta traducir el mundo a una verdad literaria bautizada como realismo mágico.
El diminutivo de Gabo fue un trato efectivo que le diera Eduardo Zalamea Borda, subdirector de El Espectador, cuando el renombrado escritor incursionó exitosamente en el periodismo colombiano, donde publicaría sus primeros cuentos, que más tarde pasarían a formar parte de su voluminosa obra, y el trato de Gabito, recibió en forma diminutiva desde niño en su tierra natal, cuando en las calles polvorientas y abanicadas por los vientos vespertinos despedidos por los bananales, jugaba trompo con su más antiguo amigo de infancia, Luis Carmelo Correa.
La primera noticia que tuve de Gabriel García Márquez, como escritor, fue en los meses iniciales del año de mil novecientos sesenta y siete. Yo me había matriculado como alumno regular en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), e inspirado como lector irrenunciable de todo lo que contribuyera a mi formación cultural, una mañana, con la tímida curiosidad del adolescente provinciano extranjero, ingresé a la Librería Universitaria del Paseo de las Facultades, donde se encontraban todos los ejemplares editados por la Editorial Universitaria, y otras obras impresas por centros de formación superior del resto del país, dentro de las que no se excluía la Universidad de Xalana, Veracruz, que venía desarrollando una labor divulgativa de autores nacionales y extranjeros digna de admiración. Allí encontré algunos textos que adquirí a precios extraordinariamente baratos, dentro de los que recuerdo, La ventana en el rostro, de la voz representativa de la nueva lírica salvadoreña Roque Dalton, Cada cosa es babel, del poeta mexicano Eduardo Lizalde, El acoso, del narrador neobarroco cubano Alejo Carpentier, además de El final del fuego y Las armas secretas, del argentino Julio Cortazar, y por supuesto, La mala hora, de Gabriel García Márquez, que fueron mis primeras lecturas en el exterior en mi apasionada formación cultural autodidacta.
Lejos de imaginar estaba que una obra de trascendencia literaria de la dimensión de Cien Años de Soledad, había sido editada por la editorial sudamericana de Argentina, y que mi compañero de departamento, el poeta y estudiante de Derecho en la misma universidad, Livio Ramírez Lozano, llevaría una mañana a nuestra habitación para ser leída por él, y más tarde sugerirme el conocimiento de la misma, y las innovaciones descubiertas, vistas desde una perspectiva que el autor había creado como nueva corriente en el marco de la narrativa contemporánea latinoamericana.
Este año se vivían procesos cíclicos de conmoción mundial. Se desencadenaron una serie de fenómenos violentos en América Latina, dentro de los que se inscribía la presencia del guerrillero heroico Ernesto Che Guevara, en las agrestes montañas sudamericanas de Bolivia, quien junto a nuevas figuras revolucionarias pretendían cambiar la realidad político social de los pueblos sojuzgados de América por medio de la boca de los fusiles. En Perú, igualmente, las fuerzas insurgentes hablaban el mismo lenguaje, a través de los grupos Sendero Luminoso y Tupamaros, como de similar forma lo hacían en Guatemala, las células guerrilleras divididas en tres columnas, encabezadas por el excadete militar Luis Turcios Lima, que pereciera en un accidente automovilístico, el chino Yon Sosa, y César Montes. En Colombia, Manuel Murulanda (Tiro fijo), encendía la llama combatiente de la FARC, en un nuevo intento de reivindicación popular. En Venezuela, Douglas Bravo y Teodoro Petkoff, reagrupaban sus fuerzas para incendiar las montañas del país andino, mientras en Honduras, se había constituido con todas las formalidades el FSLN, que barrería con la dinastía impuesta y hecha dictadora de la familia Somoza y suc. de Nicaragua.
En México la juventud universitaria elevaba signos de protesta exigiendo reformas estructurales educativas para el país, y el rechazo a la longetividad del mismo partido en el poder, y con ese fin, se protagonizaron una serie de protestas, y multitudinarias manifestaciones que culminaron con la histórica y brutal represión de Tlatelolco, dejando un saldo dolorosamente humano para el país, y una herida sangrante que nunca ha podido
cicatrizar.
Dentro de toda esta convulsión, la pluma vigorosa y fecunda de Gabriel García Márquez, ya nos había adelantado varias obras como el Monólogo Isabel viendo llover en Macondo (1955), Relato de un náufrago (reportaje) (1955), (premio de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia) La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la mama grande, La mala hora (premio ESSO de novela colombiana), y finalmente aparecía la novela Cien Años de Soledad, que además de inmortalizarlo, ganaría una influencia desconcertante en los escritores de habla hispana, y formaría una legión de admiradores y lectores influenciados por su estilo como ningún otro autor lo haya logrado en el ejercicio de su mundo creacional, tal como lo inició en el universo mágico de Macondo, pasando por la capacidad de ascensión de Remedios la Bella, al mundo de invenciones y novedades de Melquiades, las noticias cantadas y llevadas de pueblo en pueblo por Francisco el Hombre, así como los sufrimientos torturantes vividos por la Cándida Erendira y su abuela desalmada, que tuvo que pagar con su cuerpo y sus servicios sexuales por el daño que hizo a su abuela, como de igual forma lo hacían las prostitutas en la costa norte de Honduras donde vivían su calvario, tratando de saldar cuentas que cada día aumentaban y las comprometían con las dueñas en los centros de tolerancia donde se refugiaban a vender sus placeres.
Pero lo que deseo referir fundamentalmente es que La mala hora, el primer libro que conocí de García Márquez, lo que más me impresionó además del ambiente de relaciones tejidas por un falso aprecio y la envidia secular propia de los pueblos, pequeños, fue la identidad de sus protagonistas con muchos personajes de mi tierra natal, y aquel dato sugerente y casi fotográfico, como la presencia de la United Fruit Company, explotando las fincas bananeras, como lo hacía en nuestra región del Valle del Aguán la Standard Fruit Company, más la inevitable conducta del alcalde intransigente, del dentista flebotomiano, el cura impostergable, del barbero inagotablemente parlanchín sabelotodo, y tantos personajes que transitaban en el marco referencial y dialogal de la novela, igual que la Calle de los Turcos, que fue quizá la traslación más precisa y subliminal de una arteria comercial de mi ciudad al marco escénico de la novela, como el hotel de dos plantas frente a la estación sombría del ferrocarril, me volvieron un lector inmenso en la búsqueda de cuanto tuviera un perfil, un sesgo, o algo que fuera propio de mi tierra, y que el autor lo había llevado hacia Macondo, para armar la estructura integral de su novela. Yo me imaginaba a los viejos palestinos de Olanchito, sentados en las puertas de sus tiendas como Serapio Bendeck, Juan Abudog, Carlos Hoch, Goyo Marzuca, y Salvador Mahomar, comiendo con devoción semillas de calabaza en el sopor de las tardes inigualables, reprimiendo las angustias de vivir lejos del cuenco de sus lejanas tierras, y esperando como lo hacían en Macondo, los sirios Moisés, Salomón y Elías, la llegada del último tren crepuscular.
Fueron tantos los lugares comunes, que mi entusiasmo sobrepasó la lectura lineal de sus capítulos, y después de ese momento, me entregué exclusivamente a conocer la generalidad de la obra del autor colombiano que tenía maravillada a los lectores del universo, y del cual se hablaba inusitadamente en bares, cafeterías, restaurantes, círculo de estudio, tertulias, universidades y en los centros donde se ventilaba cultura.
Así fue que incursioné en la lectura de Cien Años de Soledad, y más tarde comprobé, como lo sigo comprobando con sorprendente y asombrosa coincidencia, que el síndrome o conocimiento de una obra original o clásica, no influye de manera determinante en la formación inicial o posterior de un futuro escritor. El propio García Márquez lo confiesa en la página 57 de sus memorias, Vivir para contarla, que el primer cuento que el conoció en su vida fue Genoveva de Bravante, leída por Juana de Fleytes, una matrona rozagante que tenía al don bíblico de la narración. Curiosamente, muchos años después sin la menor referencia del célebre autor, porque hasta entonces era desconocido, Juan Ramón Martínez, cuando apenas era un adolescente y comenzaba a inquietarse por este oficio irredimible que tamizan las palabras, tendría la oportunidad de conocer el mismo libro, Genoveva de Bravante, del autor alemán Cristóbal Srhmid, un día que su madre doña Mercedes Bardales Colindres, la dejara bajo el colchón de su cama donde ella acostumbraba realizar su siesta, y el futuro escritor la sustraería de manera furtiva para después envolverse en la lectura ininterrumpida de la novela que había apasionado a su madre, y la cual guardaba como una de sus reliquias preciadas y leía con repetida satisfacción.
El libro Genoveva Bravante, mucho tiempo después, sería recibido como regalo de despedida una noche cuando se disponía a cenar en un restaurante de Barcelona, España, cercano a la Avenida Madrid, y refiere que mientras el chef tomaba la orden, sus dos hijas con residencia en aquella apasionante ciudad, y uno de sus yernos, le entregaron n regalo, y era Genoveva Bravante, editada en la misma ciudad por Juan Roca y Bros, calle de Platería # 104.
Sin embargo, ni a García Márquez, ni a Martínez Bardales, Genoveva de Bravante, les determinó su vocación para seguirnos deleitando con una sintaxis inigualable en el marco del desarrollo de la literatura internacional y nacional.
García Márquez, confesaba que su punto de partida para la elaboración de un escrito lo constituía una imagen visual. En tanto en otros escritores el libro nace de una idea, en cambio en él, la visión se volvía totalizante, y es cuando se sentaba frente a una máquina de escribir de nueve de la mañana a tres de la tarde, ante un ramo de flores amarillas a desarrollar o redactar lo que más tarde sería la visión de un cuento, o de una novela. La hojarasca, su primera novela, es la visión de un viejo que llevó a su nieto a un entierro. El coronel no tiene quien le escriba, la visión de un hombre con una especie de silenciosa zozobra esperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La mala hora, la vida clandestina de una sociedad confesada en verdades por medio de pasquines pegados en las puertas de las casas, Cien Años de Soledad, la imagen de un viejo que lleva a un niño a conocer el hielo exhibido como curiosidad de circo, y según sus biógrafos y críticos, es el tiempo cíclico en el que suceden historias fantásticas, peste de insomnio, diluvios, fertilidad desmedida, levitaciones. Es una gran metáfora en la que se narra la historia de las generaciones de los Buendía, y así se fue produciendo durante años todo ese mundo maravilloso traducido en literatura mediante un lenguaje renovado con una riqueza idiomática contagiosa, de evocaciones casi fantásticas que solo la soledad y la nostalgia pudieron recuperar traducidas en la obra más leída en el universo después de la Biblia y Don Quijote.
De igual forma el autor ha descrito que La siesta del martes, el que consideró su mejor cuento, y que para los nuevos lectores forma parte de la narrativa de Los funerales de mama grande, surgió de la visión de una mujer vestida de luto cerrado con una niña de doce años que llevaba un ramo de flores mustias envueltas en un periódico. Era la madre y hermana menor del ladrón que María Consuegra, había asesinado de un tiro unos días antes cuando trataba de forzar la puerta con una ganzúa, quienes caminaban con un paraguas negro bajo el sol ardiente en un pueblo desierto con destino al cementerio.
El relato es una realidad recreada mágicamente con un lenguaje sobrio, dominado por una preocuparon de eficaz y sorprendente ambientación, en un escenario que fue parte de sus insomnios, y teniendo a Macondo, ese nombre de resonancias inusitadas, incrustadodentro de la interminable simetría de los bananales como escenario, distante a diez minutos de Aracataca, su tierra natal, donde vivieron sus abuelos, Nicolás Ricardo Márquez (Papalelo) y Tranquilina Iguaran (Mima), quienes inspiraron y fortalecieron tantas historias del más fecundo escritor de habla hispana que hayamos tenido la fortuna de leer.
Macondo, sobrevivió en la literatura garciamarquiana hasta el libro Cien Años de Soledad, su quinta obra. Después sobrevendrían novelas y cuentos escritos en nuevos escenarios, distintos personajes, diferentes realidades, y en el camino de una nueva narrativa más de alguno de los protagonistas sucumbió ante la adversidad o la muerte, o el propio autor se vio obligado a liquidarlo y prescindir de él, para que la novela recobrara el cauce narrativo que el autor quería imprimirle, pero García Márquez, llegó a humanizar a tal extremo sus personajes, que en un relato del Olor de la guayaba, confesó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, que cuando decidió terminar de una vez por todas con más de alguno, dejó de escribir el párrafo siguiente y se fue a su cama a llorar por el personaje muerto, con el mismo sentimiento con que se llora a un ser querido o a un familiar cercano y necesario que se pierde definitivamente para siempre.
Al rememorar la obra íntegra del autor latinoamericano que más me ha impresionado, revisó su voluminosa bibliografía, y llegó a la conclusión, que quizá nadie como Gabriel García Márquez, supo escoger su vocación de escritor, aún contrariando los deseos y aspiraciones de su progenitor, que deseaba tener un abogado dentro de sus diez y seis hijos, pero muchos años después, cuando el escritor se había convertido en una celebridad, Gabriel Eligio García, padre del autor, habría de sentirse orgulloso, y esa confesión se la hizo saber a Roberto Ruiz, reportero cultural mexicano, quien en una prolongada entrevista de dos páginas concedida en Barranquilla y publicada en el suplemento dominical El gallo ilustrado de Diario El Día de México, titulado Los muertos como los jazmines se aparecen, habló de la maravillosa obra de su hijo, de los relatos que él le contaba, y las menciones de la mayoría de los familiares que incluyó en sus novelas y los hizo trascendentes, y donde además refirió; que la vena de escritor de Gabito, la había heredado de él, porque él en su juventud escribía crónicas y poemas para periódicos de Barranquilla, y algunos de sus contemporáneos se reían porque él no era parnasiano.
Es probable que Gabriel García Márquez en su inimitable carrera como escritor haya recibido, además del Premio Nóbel de Literatura en 1982, elogios multitudinarios, como también el odio de quienes nunca pudieron alcanzar sus triunfos maravillosos y el carisma de su personalidad, pero creo que la discrepancia más notoria y pública la tuvo con el escritor peruano Mario Vargas Llosa, con quien jamás llegó a conciliarse y quien escribiera un voluminoso estudio de la narrativa del autor colombiano conocida como Historia de un deicidio, y el día de la muerte del autor colombiano, apenas exteriorizó un breve lamento rememorando tal vez el episodio que friccionó su amistad, como también lo hiciera al referirse al doctor Fidel Castro Ruiz, a quien conceptualizó peyoritariamente como uno de los más sanguinarios y repugnantes dictadores que haya producido la fauna totalitaria y autoritaria de Latinoamérica.
García Márquez, fue un caribeño auténtico, apasionado de la música de su país, y bailador de los ritmos electrizantes que movieron al mundo desde el porro colombiano, pasando por la cumbia santiaguera y los vallenatos, a los que consideró como expresiones o lamentos que se cantan y se bailan.
Su muerte fechada a principio de esta crónica, no ha significado simplemente la ausencia física de alguien que con su talento nos llevó a descubrir la soledad ignorada de América, y nuestra propia soledad. Significa la imposibilidad de reencontrarse con novedosas obras, lo que entendimos anticipadamente desde la publicación de Historia de mis putas tristes, donde las construcciones gramaticales, la verbalidad, la adjetivación, nutrida ternura, se deslizan líneas a líneas provocando una sorprendente aprehensión en el lector hasta conducirnos a sus párrafos finales.
Su muerte nos dejó sumidos en un limbo de tristeza y soledad, porque como lo diría con lenguaje escatológico, “Morir, no es estar ya más entre los amigos”. Seguro que con su muerte Macondo se convirtió en un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugados por la cólera del huracán bíblico, y que todo lo escrito sería irrepetible, desde siempre y para siempre, porque las estirpes de Cien Años de Soledad, no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra.
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