lunes, 8 de diciembre de 2014

Breve incursión al mundo garciamarquiano

Gabriel Garcia Marquez, Juan Fernando Avila, Olanchito, Honduras
Por : Dr. Juan Fernando Avila Posas (Olanchito,Yoro, Honduras)
A: Juan Ramón y José Dagoberto Martínez B. irrenunciables admiradores de la obra del célebre y desaparecido escritor colombiano.

El jueves 17 de abril, en plena celebración consagratoria a la Semana Santa del 2014, a las nueve de la mañana, en su casa de habitación ubicada en la calle de Fuego 144 del suburbio residencial del Pedregal de San Ángel, zona postal 20 de la ciudad de México D.F., a la edad de 87 años, rodeado en su lecho de enfermo por su esposa Mercedes Barcha, sus dos únicos hijos, Rodrigo y Gonzalo, además de sus nietos, se rindió ante los designios inevitables de la muerte, el más importante escritor de habla hispana que la república de Colombia le haya dado al mundo, como fue el célebre autor de tantas obras trascendentes de la literatura,
 Gabriel García Márquez, quien había nacido en Aracataca (Magdalena), un lugar del Caribe colombiano, un 6 de marzo de 1927, siendo uno de los diez y seis hijos de Gabriel Eligio García, de oficio telegrafista y once de su esposa Luisa Santiaga Márquez.
La noticia de la muerte del escritor circuló con profusión por todas las redes sociales, y las reacciones fueron múltiples, todas acentuadas con timbres de pesadumbre y nostalgia, pues el fallecimiento de una personalidad que revolucionó la creatividad literaria desde géneros complejos como el cuento y la novela, subvirtiendo las reglas tradicionales de la redacción, y combinando la realidad con la fantasía, derivaron en un nuevo mundo de invención que nació en Macondo, un nombre de resonancia poética de una remota aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y ubicada dentro del Caribe colombiano, hasta traducir el mundo a una verdad literaria bautizada como realismo mágico.

El diminutivo de Gabo fue un trato efectivo que le diera Eduardo Zalamea Borda, subdirector de El Espectador, cuando el renombrado escritor incursionó exitosamente en el periodismo colombiano, donde publicaría sus primeros cuentos, que más tarde pasarían a formar parte de su voluminosa obra, y el trato de Gabito, recibió en forma diminutiva desde niño en su tierra natal, cuando en las calles polvorientas y abanicadas por los vientos vespertinos despedidos por los bananales, jugaba trompo con su más antiguo amigo de infancia, Luis Carmelo Correa.

La primera noticia que tuve de Gabriel García Márquez, como escritor, fue en los meses iniciales del año de mil novecientos sesenta y siete. Yo me había matriculado como alumno regular en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), e inspirado como lector irrenunciable de todo lo que contribuyera a mi formación cultural, una mañana, con la tímida curiosidad del adolescente provinciano extranjero, ingresé a la Librería Universitaria del Paseo de las Facultades, donde se encontraban todos los ejemplares editados por la Editorial Universitaria, y otras obras impresas por centros de formación superior del resto del país, dentro de las que no se excluía la Universidad de Xalana, Veracruz, que venía desarrollando una labor divulgativa de autores nacionales y extranjeros digna de admiración. Allí encontré algunos textos que adquirí a precios extraordinariamente baratos, dentro de los que recuerdo, La ventana en el rostro, de la voz representativa de la nueva lírica salvadoreña Roque Dalton, Cada cosa es babel, del poeta mexicano Eduardo Lizalde, El acoso, del narrador neobarroco cubano Alejo Carpentier, además de El final del fuego y Las armas secretas, del argentino Julio Cortazar, y por supuesto, La mala hora, de Gabriel García Márquez, que fueron mis primeras lecturas en el exterior en mi apasionada formación cultural autodidacta.

Lejos de imaginar estaba que una obra de trascendencia literaria de la dimensión de Cien Años de Soledad, había sido editada por la editorial sudamericana de Argentina, y que mi compañero de departamento, el poeta y estudiante de Derecho en la misma universidad, Livio Ramírez Lozano, llevaría una mañana a nuestra habitación para ser leída por él, y más tarde sugerirme el conocimiento de la misma, y las innovaciones descubiertas, vistas desde una perspectiva que el autor había creado como nueva corriente en el marco de la narrativa contemporánea latinoamericana.

Este año se vivían procesos cíclicos de conmoción mundial. Se desencadenaron una serie de fenómenos violentos en América Latina, dentro de los que se inscribía la presencia del guerrillero heroico Ernesto Che Guevara, en las agrestes montañas sudamericanas de Bolivia, quien junto a nuevas figuras revolucionarias pretendían cambiar la realidad político social de los pueblos sojuzgados de América por medio de la boca de los fusiles. En Perú, igualmente, las fuerzas insurgentes hablaban el mismo lenguaje, a través de los grupos Sendero Luminoso y Tupamaros, como de similar forma lo hacían en Guatemala, las células guerrilleras divididas en tres columnas, encabezadas por el excadete militar Luis Turcios Lima, que pereciera en un accidente automovilístico, el chino Yon Sosa, y César Montes. En Colombia, Manuel Murulanda (Tiro fijo), encendía la llama combatiente de la FARC, en un nuevo intento de reivindicación popular. En Venezuela, Douglas Bravo y Teodoro Petkoff, reagrupaban sus fuerzas para incendiar las montañas del país andino, mientras en Honduras, se había constituido con todas las formalidades el FSLN, que barrería con la dinastía impuesta y hecha dictadora de la familia Somoza y suc. de Nicaragua.

En México la juventud universitaria elevaba signos de protesta exigiendo reformas estructurales educativas para el país, y el rechazo a la longetividad del mismo partido en el poder, y con ese fin, se protagonizaron una serie de protestas, y multitudinarias manifestaciones que culminaron con la histórica y brutal represión de Tlatelolco, dejando un saldo dolorosamente humano para el país, y una herida sangrante que nunca ha podido
cicatrizar.

Dentro de toda esta convulsión, la pluma vigorosa y fecunda de Gabriel García Márquez, ya nos había adelantado varias obras como el Monólogo Isabel viendo llover en Macondo (1955), Relato de un náufrago (reportaje) (1955), (premio de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia) La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la mama grande, La mala hora (premio ESSO de novela colombiana), y finalmente aparecía la novela Cien Años de Soledad, que además de inmortalizarlo, ganaría una influencia desconcertante en los escritores de habla hispana, y formaría una legión de admiradores y lectores influenciados por su estilo como ningún otro autor lo haya logrado en el ejercicio de su mundo creacional, tal como lo inició en el universo mágico de Macondo, pasando por la capacidad de ascensión de Remedios la Bella, al mundo de invenciones y novedades de Melquiades, las noticias cantadas y llevadas de pueblo en pueblo por Francisco el Hombre, así como los sufrimientos torturantes vividos por la Cándida Erendira y su abuela desalmada, que tuvo que pagar con su cuerpo y sus servicios sexuales por el daño que hizo a su abuela, como de igual forma lo hacían las prostitutas en la costa norte de Honduras donde vivían su calvario, tratando de saldar cuentas que cada día aumentaban y las comprometían con las dueñas en los centros de tolerancia donde se refugiaban a vender sus placeres.

Pero lo que deseo referir fundamentalmente es que La mala hora, el primer libro que conocí de García Márquez, lo que más me impresionó además del ambiente de relaciones tejidas por un falso aprecio y la envidia secular propia de los pueblos, pequeños, fue la identidad de sus protagonistas con muchos personajes de mi tierra natal, y aquel dato sugerente y casi fotográfico, como la presencia de la United Fruit Company, explotando las fincas bananeras, como lo hacía en nuestra región del Valle del Aguán la Standard Fruit  Company, más la inevitable conducta del alcalde intransigente, del dentista flebotomiano, el cura impostergable, del barbero inagotablemente parlanchín sabelotodo, y tantos personajes que transitaban en el marco referencial y dialogal de la novela, igual que la Calle de los Turcos, que fue quizá la traslación más precisa y subliminal de una arteria comercial de mi ciudad al marco escénico de la novela, como el hotel de dos plantas frente a la estación sombría del ferrocarril, me volvieron un lector inmenso en la búsqueda de cuanto tuviera un perfil, un sesgo, o algo que fuera propio de mi tierra, y que el autor lo había llevado hacia Macondo, para armar la estructura integral de su novela. Yo me imaginaba a los viejos palestinos de Olanchito, sentados en las puertas de sus tiendas como Serapio Bendeck, Juan Abudog, Carlos Hoch, Goyo Marzuca, y Salvador Mahomar, comiendo con devoción semillas de calabaza en el sopor de las tardes inigualables, reprimiendo las angustias de vivir lejos del cuenco de sus lejanas tierras, y esperando como lo hacían en Macondo, los sirios Moisés, Salomón y Elías, la llegada del último tren crepuscular.

Fueron tantos los lugares comunes, que mi entusiasmo sobrepasó la lectura lineal de sus capítulos, y después de ese momento, me entregué exclusivamente a conocer la generalidad de la obra del autor colombiano que tenía maravillada a los lectores del universo, y del cual se hablaba inusitadamente en bares, cafeterías, restaurantes, círculo de estudio, tertulias, universidades y en los centros donde se ventilaba cultura.

Así fue que incursioné en la lectura de Cien Años de Soledad, y más tarde comprobé, como lo sigo comprobando con sorprendente y asombrosa coincidencia, que el síndrome o conocimiento de una obra original o clásica, no influye de manera determinante en la formación inicial o posterior de un futuro escritor. El propio García Márquez lo confiesa en la página 57 de sus memorias, Vivir para contarla, que el primer cuento que el conoció en su vida fue Genoveva de Bravante, leída por Juana de Fleytes, una matrona rozagante que tenía al don bíblico de la narración. Curiosamente, muchos años después sin la menor referencia del célebre autor, porque hasta entonces era desconocido, Juan Ramón Martínez, cuando apenas era un adolescente y comenzaba a inquietarse por este oficio irredimible que tamizan las palabras, tendría la oportunidad de conocer el mismo libro, Genoveva de Bravante, del autor alemán Cristóbal Srhmid, un día que su madre doña Mercedes Bardales Colindres, la dejara bajo el colchón de su cama donde ella acostumbraba realizar su siesta, y el futuro escritor la sustraería de manera furtiva para después envolverse en la lectura ininterrumpida de la novela que había apasionado a su madre, y la cual guardaba como una de sus reliquias preciadas y leía con repetida satisfacción.
El libro Genoveva Bravante, mucho tiempo después, sería recibido como regalo de despedida una noche cuando se disponía a cenar en un restaurante de Barcelona, España, cercano a la Avenida Madrid, y refiere que mientras el chef tomaba la orden, sus dos hijas con residencia en aquella apasionante ciudad, y uno de sus yernos, le entregaron n regalo, y era Genoveva Bravante, editada en la misma ciudad por Juan Roca y Bros, calle de Platería # 104.
Sin embargo, ni a García Márquez, ni a Martínez Bardales, Genoveva de Bravante, les determinó su vocación para seguirnos deleitando con una sintaxis inigualable en el marco del desarrollo de la literatura internacional y nacional.

García Márquez, confesaba que su punto de partida para la elaboración de un escrito lo constituía una imagen visual. En tanto en otros escritores el libro nace de una idea, en cambio en él, la visión se volvía totalizante, y es cuando se sentaba frente a una máquina de escribir de nueve de la mañana a tres de la tarde, ante un ramo de flores amarillas a desarrollar o redactar lo que más tarde sería la visión de un cuento, o de una novela. La hojarasca, su primera novela, es la visión de un viejo que llevó a su nieto a un entierro. El coronel no tiene quien le escriba, la visión de un hombre con una especie de silenciosa zozobra esperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La mala hora, la vida clandestina de una sociedad confesada en verdades por medio de pasquines pegados en las puertas de las casas, Cien Años de Soledad, la imagen de un viejo que lleva a un niño a conocer el hielo exhibido como curiosidad de circo, y según sus biógrafos y críticos, es el tiempo cíclico en el que suceden historias fantásticas, peste de insomnio, diluvios, fertilidad desmedida, levitaciones. Es una gran metáfora en la que se narra la historia de las generaciones de los Buendía, y así se fue produciendo durante años todo ese mundo maravilloso traducido en literatura mediante un lenguaje renovado con una riqueza idiomática contagiosa, de evocaciones casi fantásticas que solo la soledad y la nostalgia pudieron recuperar traducidas en la obra más leída en el universo después de la Biblia y Don Quijote.

De igual forma el autor ha descrito que La siesta del martes, el que consideró su mejor cuento, y que para los nuevos lectores forma parte de la narrativa de Los funerales de mama grande, surgió de la visión de una mujer vestida de luto cerrado con una niña de doce años que llevaba un ramo de flores mustias envueltas en un periódico. Era la madre y hermana menor del ladrón que María Consuegra, había asesinado de un tiro unos días antes cuando trataba de forzar la puerta con una ganzúa, quienes caminaban con un paraguas negro bajo el sol ardiente en un pueblo desierto con destino al cementerio.
El relato es una realidad recreada mágicamente con un lenguaje sobrio, dominado por una preocuparon de eficaz y sorprendente ambientación, en un escenario que fue parte  de sus insomnios, y teniendo a Macondo, ese nombre de resonancias inusitadas, incrustadodentro de la interminable simetría de los bananales como escenario, distante a diez minutos de Aracataca, su tierra natal, donde vivieron sus abuelos, Nicolás Ricardo Márquez (Papalelo) y Tranquilina Iguaran (Mima), quienes inspiraron y fortalecieron tantas historias del más fecundo escritor de habla hispana que hayamos tenido la fortuna de leer.

Macondo, sobrevivió en la literatura garciamarquiana hasta el libro Cien Años de Soledad, su quinta obra. Después sobrevendrían novelas y cuentos escritos en nuevos escenarios, distintos personajes, diferentes realidades, y en el camino de una nueva narrativa más de alguno de los protagonistas sucumbió ante la adversidad o la muerte, o el propio autor se vio obligado a liquidarlo y prescindir de él, para que la novela recobrara el cauce narrativo que el autor quería imprimirle, pero García Márquez, llegó a humanizar a tal extremo sus personajes, que en un relato del Olor de la guayaba, confesó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, que cuando decidió terminar de una vez por todas con más de alguno, dejó de escribir el párrafo siguiente y se fue a su cama a llorar por el personaje muerto, con el mismo sentimiento con que se llora a un ser querido o a un familiar cercano y necesario que se pierde definitivamente para siempre.
Al rememorar la obra íntegra del autor latinoamericano que más me ha impresionado, revisó su voluminosa bibliografía, y llegó a la conclusión, que quizá nadie como Gabriel García Márquez, supo escoger su vocación de escritor, aún contrariando los deseos y aspiraciones de su progenitor, que deseaba tener un abogado dentro de sus diez y seis hijos, pero muchos años después, cuando el escritor se había convertido en una celebridad, Gabriel Eligio García, padre del autor, habría de sentirse orgulloso, y esa confesión se la hizo saber a Roberto Ruiz, reportero cultural mexicano, quien en una prolongada entrevista de dos páginas concedida en Barranquilla y publicada en el suplemento dominical El gallo ilustrado de Diario El Día de México, titulado Los muertos como los jazmines se aparecen, habló de la maravillosa obra de su hijo, de los relatos que él le contaba, y las menciones de la mayoría de los familiares que incluyó en sus novelas y los hizo trascendentes, y donde además refirió; que la vena de escritor de Gabito, la había heredado de él, porque él en su juventud escribía crónicas y poemas para periódicos de Barranquilla, y algunos de sus contemporáneos se reían porque él no era parnasiano.

Es probable que Gabriel García Márquez en su inimitable carrera como escritor haya recibido, además del Premio Nóbel de Literatura en 1982, elogios multitudinarios, como también el odio de quienes nunca pudieron alcanzar sus triunfos maravillosos y el carisma de su personalidad, pero creo que la discrepancia más notoria y pública la tuvo con el escritor peruano Mario Vargas Llosa, con quien jamás llegó a conciliarse y quien escribiera un voluminoso estudio de la narrativa del autor colombiano conocida como Historia de un deicidio, y el día de la muerte del autor colombiano, apenas exteriorizó un breve lamento rememorando tal vez el episodio que friccionó su amistad, como también lo hiciera al referirse al doctor Fidel Castro Ruiz, a quien conceptualizó peyoritariamente como uno de los más sanguinarios y repugnantes dictadores que haya producido la fauna totalitaria y autoritaria de Latinoamérica.

García Márquez, fue un caribeño auténtico, apasionado de la música de su país, y bailador de los ritmos electrizantes que movieron al mundo desde el porro colombiano, pasando por la cumbia santiaguera y los vallenatos, a los que consideró como expresiones o lamentos que se cantan y se bailan.
Su muerte fechada a principio de esta crónica, no ha significado simplemente la ausencia física de alguien que con su talento nos llevó a descubrir la soledad ignorada de América, y nuestra propia soledad. Significa la imposibilidad de reencontrarse con novedosas obras, lo que entendimos anticipadamente desde la publicación de Historia de mis putas tristes, donde las construcciones gramaticales, la verbalidad, la adjetivación, nutrida ternura, se deslizan líneas a líneas provocando una sorprendente aprehensión en el lector hasta conducirnos a sus párrafos finales.
Su muerte nos dejó sumidos en un limbo de tristeza y soledad, porque como lo diría con lenguaje escatológico, “Morir, no es estar ya más entre los amigos”. Seguro que con su muerte Macondo se convirtió en un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugados por la cólera del huracán bíblico, y que todo lo escrito sería irrepetible, desde siempre y para siempre, porque las estirpes de Cien Años de Soledad, no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra.

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