miércoles, 14 de diciembre de 2011

Landaverde, infalible aliado de los buenos

Por : Mario Berrios
“¡Ese libro está buenísimo, tírese otro!”, fue el saludo y las primeras palabras de Alfredo Landaverde cuando nos conocimos. Fue en el 2007, entonces él acababa de leer una mis obras literarias y se había tomado el costo de contactarme, deseaba compartir experiencias. Reunidos en el supermercado frente al hospital San Felipe, me impresionó su trato cortés y jovial, así como sus reflexiones sesudas sobre el panorama nacional, en particular los temas acerca de la narcoactividad y los policías, jueces y fiscales corruptos, ¡tenía una claridad mental envidiable!


Fírmeme este libro —me dijo luego del saludo.

Es un honor —le respondí.

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Desde entonces nuestros encuentros, cambio de impresiones y pláticas, se hicieron frecuentes. Su voz pausada y ese buen sentido del humor tornaban alegres nuestras conversaciones. Al escuchar la terrible y cobarde noticia de su asesinato, vinieron a mi mente sus sonrisas, hoy opacadas, como la flor marchita por el tiempo, y el pelo caído sobre su frente. ¿Quién hablará hoy con esa sinceridad que sólo él tenía? ¿Quién defenderá la gente buena que hay dentro de la Policía o las Fuerzas Armadas como él acostumbraba? Era —me consta— quizá el mejor aliado de la institución policial y del Cuerpo Armado.

Fuimos a acompañarle hasta la casa del partido Demócrata Cristiano, institución de la que fue uno de sus fundadores y del cual se alejó por no tolerar las prácticas antidemocráticas de esa institución, retirándose a su hogar de Santa Lucía para no salpicarse de las componendas políticas en que el PDCH cayó, convirtiéndose en pordioseros de la caridad política de turno a cambio de entregar al mejor postor a esa institución que siempre amó. No tardaron esos extraordinarios dirigentes en correr a adueñarse de su féretro para enarbolar una bandera raída.

Su inesperada partida duele al pueblo, ansioso de justicia. El día que lo balacearon yo estaba en mis labores cotidianas, cuando un mensajito encendió mi foco, “¿qué sabes de la muerte de Landaverde?”, decía. «¡Sólo falta que se le hayan hartado!», me dije. ¡Era cierto!, la mano criminal y cobarde de los malos, narcos o policías corruptos, sin duda, estaba presente en la escena. Ese momento fue como el cuadro melancólico de un personaje donde se le humedecen las mejillas, con la mirada puesta en el horizonte, mientras piensa en el amigo, ensangrentado, sin vida. Quien le haya conocido sabe que Alfredo Landaverde era una persona que no merecía pero ni un insulto, más bien era de agradecerle sus opiniones, confianza, estrechón de mano e intercambio de ideas.

Pensé en el gozo de haberle conocido, asimismo en la tristeza entre quienes compartimos con él y, más allá, en el consuelo al pensar en su legado. Miles de Alfredos Landaverdes deben aparecer en el firmamento para poder salvar al país.

Era un lector empedernido. ¿Cuál fue su último libro? Yo lo sé, me consta porque hace poco tiempo nos encontramos en una librería de Tegucigalpa.

Este es un gran libro —expresó, señalando al Hijo de Hezbolá.

Se ve bueno —comenté, con el libro en mano.

De los miles de libros coleccionados por él seguramente aquel sería el último. Como era un amigo a quien uno debía seguir sus recomendaciones, busqué un segundo ejemplar del libro, ya no había, “era el último”, nos aclaró el vendedor. Leía, según me contaba, libros de diversos autores, los amaba como a su esposa o a sus hijos. Vagamente comentaba aspectos de su vida, la fundación del Partido Democrática Cristiano de Honduras, PDCH, su experiencia como diputado, la vez que lo expulsaron del PDCH, la participación en la Junta Interventora de la Policía; su desempeñó como secretario de la Comisión Nacional de Lucha Contra el Narcotráfico y su aporte como consultor en la Policía Nacional.

Hablaba nostálgico sobre la Honduras, aprisionada entre los tentáculos del crimen, sin poder salir de la maraña tendida por grupos de criminales, por un lado y, por el otro, de esos gremios de poder —político y económico— destructores del espíritu de un pueblo, por su constante avaricia al permanecer esquilmando el erario de una sociedad en total miseria. Creía que sólo el compromiso firme de las instituciones armadas (Policía y Fuerzas Armadas) podría sentar nuevas bases para la tranquilidad social. Pero se desmoronaba al saber de “picaritos”, como acostumbraba decir, al interior de esos organismos.

Recuerdo de Landaverde esa elocuencia y erudición práctica, la cual me daba la oportunidad de trascender la plática normal para viajar a otras líneas de pensamiento con sus delicadas narraciones.

Y frente a la mirada aguda de sus ojos inocentes estaba la obra literaria El hijo de Hezbolá. Al cabo de unos segundos me dijo:

Mejor lo dejo —mientras ojeaba el libro—. No ando mucho efectivo.

Llévese este, mi honorable amigo, yo lo pago, el mío lo conseguiremos en otra librería —aseguré.

—Sí —comentó el vendedor—, yo se lo consigo en el centro hoy mismo, lo llamo no más tenerlo a la mano.

Partimos al mismo tiempo con Alfredo Landaverde y nos despedimos en el umbral de la puerta, entonces a la emoción de ese encuentro furtivo el estrechón de manos fue más cálido de lo acostumbrado. ¡Quién para saber de un adios entre el sol marchito de esa tarde, oscurecida por la amenaza de lluvia! ¡Quién para saber del ardor provocado por el fuego de unas balas!
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