domingo, 23 de enero de 2011

Por mientras se investiga : Mario Berrios

Don Orestes, humilde ciudadano de la tierra catracha, con lágrimas y dolor observó cómo, el jovenzuelo curtido en crímenes, violaba a su pequeña Diana, de apenas 12 años. Mientras cerraba la bragueta de su pantalón, el delincuente amenazó:

—¡Si me denuncias, te mato, viejo “ñareco”!
El padre de la menor, sin un cinco en la bolsa, una hora después llegó caminando a las oficinas de la pacífica DNI, donde puso la denuncia ante un teniente chaparro, gordo, pelo aindiado, voz aguda y cara de bolo, quien escuchó atentamente la confidencia del señor entre sollozos.

El teniente Carmelo, tras escuchar la descripción del violador y el sector de la comisión del crimen, no dudó de la identidad del violador.
—¡Patrulla, tráiganme a El Buey! —ordenó con su voz chillona.
Tras una eficaz persecución, El Buey cayó en las tenazas de dos “inofensivos” agentes que habían tenido que correr dos cuadras para atraparlo. Con maestría uno lo agarró del pelo y el otro del ruedo del pantalón, en peso, y a la señal de tres de golpe lo lanzaron en la paila.

Don Orestes todavía no se retiraba de las instalaciones policiales cuando vio entrar al criminal, con el rostro desfigurado a porrazos, en otras palabras, magullado. El Buey lanzó una terrible mirada al denunciante.

Al día siguiente, dos representantes de Derechos Humanos, un abogado y una delegada de dicha institución, se personaron a petición de los familiares de El Buey. “Vamos a poner a temblar a esos ignorantes”, habían acordado en el camino.

—Teniente, venimos a procurar por un cipote que trajeron por puro gusto unos policías—dijeron con cierta soberbia.

Carmelo, pasando de lejos el aire de superioridad de los señores, los hizo entrar a una oficina destartalada.

—Antes de presentarles al tipo ese, quiero preguntarles si ustedes tienen hijas— expuso en tono preocupado.

—Sí—, respondió el abogado —con su voz grave.
—¿Y usted?— preguntó, volviéndose a la dama.

—También— respondió ella, con su pierna cruzada, intrigada y desafiante.

En tono amable el teniente Carmelo solicitó a los visitantes y al padre de la pequeña que lo acompañaran a las celdas. Sin saber de quiénes se trataba, El Buey amenazó al padre de la joven:

—¡Date por muerto, viejo hijueputa; vos también, tenientillo de mierda!A los pocos minutos, el oficial se reunió nuevamente con los visitantes.
—Señores, él va transferido para Choloma porque la aldea donde se cometió el delito es jurisdicción de allá.

Ambos se miraron, parecían pensar en sus hijas, al tiempo que solicitaban viajar en la misma patrulla. “Consiento que lo acompañan siempre que Ustedes no presenten ningún problema, ninguna queja”, dijo el oficial, garantizando ellos con un “claro que no”.

—Siempre que no interfieran con la justicia y la ley— volvió a recordarles.

—Repetimos, teniente, le garantizamos que no interferiremos— fue la promesa.

Antes de partir, el teniente llamó a los secuaces que el día anterior habían detenido a El Buey y les giró las instrucciones de rigor.

Media hora más tarde, El Buey iba campante en la paila, victorioso por la presencia de los empleados de Derechos Humanos, quienes aseguraban su integridad física. Al transitar a la altura de La Vuelta del Cura, el motorista hizo un viraje hacia unos potreros. Ante la mirada desconcertada de los señores y el comportamiento aturdido de El Buey, por lo sorpresivo de la acción, nadie tuvo tiempo para discutir. Acurrucado en la paila a la orilla de la carretera, mientras un policía fumaba, el otro colocaba un plomazo en la base de la nuca de El Buey. El grito de reclamo de los señores en la cabina, entre amenazas y palabras soeces, no se hizo esperar.

—Órdenes superiores— se limitó a decir el que parecía encargado del grupo—; aquí está el radio, si quieren hablen con el teniente.

—¡Adelante! — se escuchó la voz escandalosa del teniente Carmelo.
—¡Estos hombres han cometido un grave asesinato!— denunció el abogado.

—Yo tengo entendido que El Buey se les dio a la fuga, a saber si también ustedes ayudaron a jalar el gatillo; bien les previne yo que no interfirieran con la justicia. Ese tipo era peligroso y hábil, por eso creo lo de la fuga, quien sabe si un día no iban a violar a sus hijas. Por mientras se investiga, decidan si se presentan como testigos de la fuga o si tengo que detenerlos por cómplices de esa falsa acusación del asesinato.

El informe periodístico, el día siguiente, tomado de los reportes de Derechos Humanos, por tanto, fuente creíble, de entero crédito, decía: “El Buey murió al intentar fugarse, le dio una patada a su custodio e intentó quitarle el arma, éste le disparó, nosotros fuimos testigos, damos fe”.

(Del libro Cuentos traviesos, próximo a publicarse)
Related Posts with Thumbnails