domingo, 9 de enero de 2011

Cero bola : Mario Berrios

¡Inició el partido…! ¡Los catalanes comienzan a divertirse a costa del torito de blanco! ¡Puyol, Bojan, García, Coro y compañía, juegan enchute, fútbol y el arte del toreo! ¡Y los banderilleros nuestros!, en la banca, perplejos, mal vestidos y ojerosos. El día de las inocentadas, los catalanes no podían tener mejor entretenimiento que una “decepción” extranjera anémica, abúlica, sin orgullo y temerosa que la sin garra catracha nuestra. Mientras los de Cataluña tocaban la bola y se divertían pasando de cerca sus paños, como si de toreros con becerros de mala raza o enfermos se tratara, en esos trances del triple deporte —enchute, fútbol y toreo—, los nacionales correteaban como fondistas de 21 kilómetros, con la lengua de fuera, agitados del cuerpo, con sus ojos desorbitados, ¡asustados!, enceguecidos por las luces del estadio Olímpico Lluís Companys.

Los dirigidos por el holandés escondían la bola entre sus piernas haciendo malabares con sus capas negras, mientras los zancudos, matadores, guerreros, gloriosos combatientes de las canchas y torres de ébano catrachos, no encontraban las tablas y burladeros, de la tauromaquia catalana, para esquivar las astas y corneadas de Puyol y Bojan. Los centrales nuestros, como siempre queriendo aparecer sobrados (cuando todo les falta: técnica, talento, físico y táctica) miraban la número cinco de un lado a otro, pero sin llegar a tocarla, confirmando de esa forma por qué —la— Rueda del ruedo y las carpas mundialistas los dejó burlados, esperando el llamado silencioso del grito, “¡convocado!”.

A los pocos minutos de juego: ¡Bojan deja empolvado al Zancudo, hace un amague, le mete la bola entre las piernas al defensor ya mareado, centra para Coro! ¡Gol!, era el primero. Coro había aparecido destapado por una esquina de los linderos del área, donde un defensor de blanco, con pies de plomo, con un saltito de rayuela únicamente vio pasar la varilla del matador español, quien llegó puntual a cerrar la punta de la pinza con una voltereta de cabeza.

Cuando se abrió el telón, para la segunda función del circo de los becerros mansos de las tierras centroamericanas, el olé desde las graderías continuaba eufórico, seguros de que, en un abrir y cerrar de ojos, los matadores de Cruiff le acariciarían la cabeza a los pitbull catrachos, para luego adormecerlos con la magia de Busquets, Verdú, Javi Márquez y Sergio García. Los de blanco sudaban, pero no alcanzaban a tocar la bola; se movían, aunque para atrás; iban por la de gajos, sin embargo tropezaban y caían. Era la selección ideal para divertirse en el Día de los Inocentes. Dos maullidos del gato, bajo los tres postes, fueron insuficientes para que el juez no les acreditara varias orejas a los matadores catalanes.

Para los dueños de la tauromaquia catracha, aquellos que para ellos éxito significa no meter siquiera un gol en un mundial, preñados de fracasos y mediocridad, lo más que podía esperarse era un monumento a su incapacidad, ya construido, por cierto.

Cerca del final de la toreada en Barcelona, tres estocadas, dos de Bojan y otra de García, nos dejaron tendidos en el ruedo, lo curioso fue que nuestros representativos, con un corridito anémico, ni tirándoseles a la espalda o a los tobillos lograban parar a los campeones mundiales. En mi pueblo diríamos que esos deportistas son malos garroberos, porque ni a las lanzadas lograrían agarrar un iguánido.

Cruiff y sus hombres de capa, espada y coraje, lograron dar una cátedra de elegancia, seriedad y disciplina, mientras nuestra representación era el duro rostro de la improvisación, desmadre, indisciplina, poco orgullo e irresponsabilidad. Ahora vendrá la cantaleta de echarle la culpa al clima invernal, al árbitro “vendido”, a los tacos nuevos, al pasaporte de las cinco estrellas y, seguramente, a la exquisita comida de Barcelona o del avión mientras cruzaban el Gran Charco.

A todo esto, nuestros jugadores, ¡cero bola en el partido!
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