viernes, 25 de marzo de 2011

Alma contra los asaltantes

Por : Mario Berrios
Sesteaba al pie de un frondoso árbol ubicado antes del portón de la majestuosa residencia, cuando ella, la Señora de la casa, pasaba a diario. Alma era su nombre, de donde arrancaba el suspiro de compasión que se siente por un ser abandonado prácticamente a la orilla de la calle. Ella, la Señora, sentía un punzonazo en el corazón al verla allí, tirada, con su mirada cándida y sus ojos encendidos de la alegría al reconocerla, aun cuando rengueada, porque un vecino la había atropellado.

 Lucía enferma, sí, porque a veces a duras penas se movía, en otras ocasiones, cuando aparentaba tener buena salud, salía a recibir a la Señora, prácticamente a saludarla. Antes la habían visto rondar por otras casas, donde era evidente que la corrían, es que, en parte, no era fácil verla sin que despertara repudio.

Algunas veces la Señora ordenaba que le dieran comida, en esas ocasiones Alma devoraba rápidamente el bocado, pero en ciertos casos, en estado grave, no se inmutaba aunque fuera el mejor plato. Quien la miraba en ese estado, coja y sarnosa de su cuerpo, no podría dudar de una inminente muerte.
—¡Ay!, me da una gran lástima —le comentaba ella a veces a su esposo.
Nada cuesta que la ayuden —comentaba él.

Un perro —llamado Sión— cuidaba la residencia en los linderos del muro dentro del perímetro familiar. Era fuerte, negro, de esos llamados rottweiler, fortachones de las patas y las mandíbulas, capaces de triturar un ser de una sola tarascada. Al principio ladraba a Alma, pero conforme pasaron los meses se fue habituando a ella, de tal manera que, en los últimos tiempos, le era familiar, al menos no la despreciaba ni se le tiraba encima cuando ella, buscando refugio, del sol o de la lluvia, cojeando, se arrimaba al muro, en ocasiones ocultándose a la sombra de los arboles luego de ser despreciada o pateada en los linderos de otras moradas.

Aconteció que un día, a plena luz, dos ladrones ingresaron a la vivienda de la Señora mientras el señor y sus hijos trabajaban y asistían a centros educativos. Sión —el temible rottweiler— corrió al encuentro de ellos, con sus dientes afilados listos para apresar al primer intruso. Dos rápidas mordidas logró propinar al primer criminal, en la espalda y una pierna, cuando el segundo malhechor, escopeta en mano, le desgajó una pata a Sión.

El escopetazo y el alarido de Sión hicieron que aquella desconocida, Alma, saltara de su puesto, donde yacía en aparente desmayo, viendo pasar el tiempo, esperando que la muerte le llegara para huir de aquel tormento. Su imagen era tétrica: cuerpo en manchas negro y blanco, hocico sucio, orejas disparejas, pelo sucio y pelada por tramos, flacucha, sarnosa y rasquiñosa, una extremidad entumida y cuerpo garrapatoso: era la viva imagen de una perra aguacatera, parida, coja y tiñosa. En ocasiones paría, entonces era vista con las tetas estiradas, cuando amamantaba extendidas hasta rozar el suelo, luego, a los días, no le miraban camada, seguramente morían en esas noches de hambre y frío.

La Señora corrió hacia la parte externa buscando escapar de una segura emboscada tendida por los maleantes. Creyó que era mejor salir de la casa y alejarse de la escena para ponerse a salvo entre los vecinos. No quería estar allí cuando esos criminales entraran, podrían violarla o, de repente, secuestrarla, en cuyo caso la terrible idea de estar en las manos de aquellos maleantes le pareció escalofriante. Alma, la perrita renca y sarnosa, la vio venir, entonces, alertada, corrió también al encuentro de la Señora, se estrelló contra los barrotes del portón, pero a pesar del golpe recibido en su hocico, de donde comenzó a sangrar, cruzó estrechamente —con su cola encrespada— hasta colocarse entre la dama y el sujeto del arma, a quien, después de ver que la Señora traspasaba el portón, atacó con furia tirándosele al pecho, hasta derrumbarlo con todo y escopeta.

Los gritos del criminal reavivaron los ánimos de Alma, quien, contorsionando su cuerpo, se volvió hacia el segundo criminal cuando éste se abalanzaba sobre Sión para darle el cuchillazo de gracia. Alma apuró sus pasos truncados, con los dientes apretados, su melena erizada y los ojos como coágulos sangrientos. Los vecinos no sabrían decir si Alma ladraba, lo único que pueden referir es que, cuando el criminal deslizaba su cuchillo sobre el cuerpo de Sión, Alma estuvo presta a saltar, asiendo al tipo por el puño, hasta derribarlo del dolor.

Seguidamente Alma, al escuchar otro grito de socorro de la Señora, se volvió para atacar nuevamente al primer criminal, quien ya tomaba a la dama por el cabello, ¡ella atacaba a uno y a otro! Aquel hombre sólo sintió una endiablada mordida en su espalda: ¡Alma se le había quedado prendida de un salto!


En los días siguientes, los vecinos han visto el gesto agradecido de la dama. Pasó a Alma a vivir en el interior de sus dominios, recibe medicamentos y come del mismo plato del recuperado Sión, sin que se inmute, al contrario, se le ve lamer y cederle el paso a la hoy alegre Alma, recuperada de salud, mientras los criminales yacen recuperándose entre rejas, relatando haber sido atacados por una turba de barrio.

(Adaptación del relato original en Cuentos traviesos)
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