viernes, 4 de febrero de 2011

Ataque en puerta : Mario Berrios

Mario BerriosEl estimado amigo Amílcar, de 70 y tantos años, salió alegre de su casa dispuesto a realizar el pago de energía en una agencia bancaria. Como tiene problemas del corazón, decidió no hacer fila, por ello aguardó la apertura del “sanguchito” (diseño de autobanco estilo hondureño, ideado por admirables arquitectos catrachos para moto taxis) a las 11 AM. Luego de hacer fila durante una hora, porque el sanguchito sólo tiene 3 pírricos carriles, finalmente le llegó su turno.
Le costó enviar el recipiente ya que la bandeja no tiene rótulos y, debido a ello, no se sabe qué botón o tecla oprimir. Cuando finalmente envió la cápsula, quizá porque la pequeña agencia tiene pocos cajeros, según le explicaron “para ahorrar en horas extras”, tuvo que esperar 20 minutos. Al cabo de ese tiempo sintió que había perdido el tiempo.

No hay sistema —le dijo secamente la cajera.
—¿Puedo esperar? —preguntó un desconcertado Don Amílcar, sentado frente al timón de su viejo Granada, con la barriga abultada y su voz cansada por la edad y los malestares del corazón.
—Mejor entre a la agencia, en pocos minutos se rehabilitará el sistema —fue el consejo de la trabajadora—. O realice el pago por Internet, es fácil, ¿tiene Internet?
—Sí, pero de nada me sirve, tengo 5 meses de haber pedido una clave, un tal tokem, al sol de hoy lo sigo esperando —esta vez a dos dedos peinó su pelo liso.
—¿Ya tiene seguro con nosotros? —preguntó ella, tratando de cerrar el negocio atrapando a otro incauto.
Don Amílcar arrancó su camioneta ignorando la pregunta. ¡Sintió cómo el rin de una llanta trasera tañía en la base de cemento del estrecho carril! El golpe impactó en su rostro, de por sí desfigurado por la desesperanza, «¡Me chinga el Demonio!», pensó, apretando sus dientes.
Como esas agencias son como para personas delgadas, de baja estatura y para tres clientes, le costó agarrar parqueo. Al entrar al local, tuvo que regresarse varias veces porque la puerta electrónica se trancaba al detectar las llaves y plumas que portaba, lo que le alteró el ritmo cardíaco. Cuando al final entró, había una cola aproximada de 30 jubilados, todos de su misma edad y cintura, 42, por ello hizo fila como cualquier cliente. Pero desde la entrada ya era atacado en puerta por dos señoritas, quienes lo hostigaron para que comprara otros servicios bancarios, “Señor, las últimas maravillas de los financistas”, le dijeron.
—Agarre un seguro, con él tendrá aseguradas sus cuentas, son para todo: pérdida, robo de cuentas, de carros, golpes, dolores, inundaciones, terremotos, invasiones extraterrestres…
—A mi adquiérame una tarjeta de crédito —decía la otra joven, mostrando los encantos de su pecho—, mire, tiene todos los beneficios.
—Tengo 15 tarjetas, me han atorado una en cada banco donde voy —aclaró don Amílcar, con la voz quebrada y su barriga más ancha que de costumbre.
—Ésta no creo que la tenga, le servirá en cualquier país.
Si me dan una de diez mil dólares la adquiero —aseguró, dibujando una sonrisa forzada.
—¿Y tiene cómo acreditar que puede firmar una letra por el triple de esa cantidad? —fue la condición manifestada por la jovencita.
Cerca de las 1.30 PM, agobiado por el ataque de que era objeto en puerta y en fila, y finalmente con la esperanza viva, pero agitado de su pecho, llegó a la ventanilla. Recibió la misma noticia, “no hay sistema”.
—Para aprovechar el viaje por favor véndame 500 dólares —expresó don Amílcar, con cierta dificultad.
—Disculpe, ya no hay, es que asignan pocos a cada agencia, por las tardes ya no tenemos.
—Entonces cámbieme éste cheque —indicó, sacando el título valor de su cartera— para no venir de puro gusto —esta vez tenía el ceño fruncido y sus labios comprimidos.
—Mm, tendrá que esperar, ahorita ya la gente se fue a almorzar y en las empresas cuesta confirmar esos cheques.
—¡Pero todo cheque es pagadero a la vista, no necesita tanto trámite!
—Esas son las políticas de la empresa —expresó el trabajador, sin esconder su molestia por la impertinencia de aquel cliente vestido con un yin desteñido y camisa azul a rayas.
Don Amílcar sintió el fuego de una mirada a su espalda cuando el cajero dirigió la vista hacia el fondo del local. Era de un guardia armado que había puesto en guardia al ver que él disponía de mucho tiempo en la ventanilla; perturbado e indeciso se retiró agobiado.
Al entrar a su carro, Don Amílcar escuchó su teléfono timbrar varias veces, lo tomó mientras revisaba el golpe recibido en la llanta, descubriendo que, además, le habían robado las 4 copas de los rines de colección. Tratando de reponerse y de evitar males a su corazón, escuchó la voz de su hija al otro extremo del auricular.
—¡Papá, papá!
—Sí, mi amor.
—¡Acaban de cortar la luz!
Al visitar a Don Amílcar en el hospital, luego de escuchar el “módico” precio por hospitalizarse dos días en el centro médico de la salida del Sur, comenzó a agonizar, de más está decir que no pudo reconocerme, me confundió.
—¡No me lleve, no me lleve, usted es el Diablo! —me dijo suavemente mientras expiraba.
Y yo que sólo quería ayudarle a pagar la cuenta.

Mario Berrios escritor hondureño,autor de la columna NOVEDAD EN EL FRENTE en Diario Tiempo,y otros diarios de el pais
www.marioberrios.net
bufetelegalmb@sulanet.net
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