domingo, 21 de febrero de 2010

Prólogo de el libro "Tierra Natal" de Juan F. Avila (por Juan R. Martinez)


Estamos ante una obra literaria, fundamental para detener el tiempo y construir con ella, las raíces de una sociedad, capaz de recordarse por medio de las historias cotidianas, de ser ver, de su hablar, y de su pensar. Los teóricos, llamarán a estos bellos relatos, bases de la identidad. Y los antropólogos buscarán en cada una de sus líneas, los símbolos para explicar las visiones que los hombres y mujeres de Olanchito tenían, en un período histórico que va desde los sesenta del siglo pasado hasta principios de este siglo XXI, de sí mismos, de su papel en una historia que imaginan caótica y sometida a mecanismos desconocidos; y un muestrario de las formas aprehendidas y sobadas para sobrevivir en las inevitables emboscadas de la vida. Por supuesto, los historiadores, los sociólogos e incluso los politólogos, también encontrarán aquí en este hermoso libro “Tierra Natal”, escrito por Juan Fernando Avila Posas, (Olanchito 1943) material primario con el cual, muchos años después, describir la dinámica interna de una sociedad, el conjunto de ideas prevalecientes entonces, los valores y los mecanismos reflexivos en uso para interpretar la realidad, las formas que asumieron las diferentes políticas, las estrategias de sobrevivencia frente al poder; y, posiblemente, lo más importante, los mecanismos por medio del uso del lenguaje, los más débiles, sobreviven a las agresiones y a las fuerzas que les permiten dominar o destruir. No me sorprende, por ello, cierto eco de “El Laberinto de la Soledad” de Octavio Paz, especialmente en el tono “cantinflesco” con que se comportan algunos de los personajes rescatados por Avila Posas, en sus mecanismos de defensa frente a las amenazas, reales o supuestas, del exterior.

Porque “Tierra Natal”, más que literatura es fotografía, descripción puntual y realista de los hechos. Y, fundamentalmente de los personajes, comunes y corrientes; y por ello, llenos de vida y de humanidad. Pero que, contradictoriamente, aunque tales, son muy representativos de su época y de sus realidades. Contiene pues, las anécdotas de un conjunto de personajes –el número tiene olor de infinito– que en su momento y desde la distancia, son representativos de la forma como los habitantes de la que para entonces era llamada “Ciudad Cívica”, se valoraban a sí mismo, concebían la vida colectiva; y se imaginaban, sobreviviendo, después de la muerte. Avila Posas ha tenido el inmenso talento de preservarlas de la desaparición y el olvido, en vista que cada una de estas historias, gracias a su sensibilidad y habilidad fotográfica, las ha salvado del lenguaje coloquial, de la frágil memoria juguetona, para integrarlos en la entrada protegida de la literatura. Y en los dinteles mismos de la historia. Por el trabajo de Avila Posas, no se perderán en el polvo del olvido, los hechos, las circunstancias y los resultados de un trozo de la vida irrepetible de una comunidad singular por muchas razones. Estarán esperando a quienes le den continuidad a la vida, que por razones inexplicables, ellos interrumpieron, incluso de manera dócil y natural.

Llama la atención el respeto y la obediencia que Avila Posas les dispensa a los hechos narrados. Se mantienen en la distancia, sin alterar nada, sin agregar nada. Ni siquiera para embellecer. Más bien, se somete al imperativo de la vieja objetividad periodística. Mientras los fotógrafos ambulantes, trataban de hermosear a las apuradas mujeres que querían que los maridos les prestaran mayor atención que a sus queridas, por medio de laboriosas y difíciles pinturas de lápiz rojo, agregadas a sus labios descoloridos, Avila Posas deja las cosas intactos. Tal como fueron y tal como ocurrieron. Aquí cada quien es cada quien. Avila se abstiene de convertir en objetos literarios a personajes de carne y huesos que, siguen intactos, pese a los años transcurridos, vivos en las tertulias y los recuerdos irreductibles de todos los que hacen de la literatura oral, la mejor forma de recrear el mundo. Y de embellecer la vida.

Responsable y respetuoso no altera nada, no manipula nada, no produce emboscadas literarias para hacer mejor el cuento. Incluso las hipérboles, son de carácter público, de forma que no sorprenden; ni engañan a los lectores. Y lo más importante, Avila Posas expresa un enorme respeto por los personajes que la vida –no él y sus palabras-, al final, hizo literarios. No hay en ninguno de los retratos incluidos en “Tierra Natal”, asomo de burla, menosprecio socio económico, sectarismo político, o venganza alguna por ofensas no lavadas. El autor es, simplemente el “fotógrafo” que, la única libertad que se da así mismo, es la posibilidad del encuadre, el punto de vista; o el énfasis para empujar la eclosión en la que siempre termina la historia narrada. Y por supuesto, como el fotógrafo del símil que venidos usando, se permite eso si, la descripción o mejor en algunos momentos, la recreación del escenario, con la inclusión de adjetivos mitigados, vista la torrencialidad verbal típica que afecta a la ciudad, para volver poética la parte posterior –el escenario- donde el desarrolló la historia. Por eso, es que los lectores nos damos cuenta más o menos en que fecha ocurrieron las cosas, las circunstancias que sirven para entender el complejo escenario descrito, así como las relaciones que se produjeron entre el protagonista y su entorno –normalmente un solo personaje, dueño absoluto de la escena y campeón único y visible del cierre de la misma—sin que para ello, Avila Posas nos reclame algo más que el pago del gusto de su prosa pegajosa, tierna y sencilla, con sabor a tierra mojada, después de los primeros aguaceros del Olanchito de los veranos y las bulliciosas y aburridas cigarras de nuestros recuerdos.

Sin lugar a dudas, en “Tierra Natal”, Avila Posas ha confirmado su valor como escritor, su capacidad para recolectar estas joyas de la literatura popular, y su vocación por hacer de su ciudad natal, un espacio para la complicidad colectiva, alrededor de las contribuciones literarias de la gente común y corriente que, es seguro, nunca tuvieron conciencia que estaban haciendo literatura popular. Y mucho menos, participando en la construcción de la historia de su ciudad, todo ello, sin renunciar a su probado talento para imaginar la realidad, transformar los materiales primarios en bellas obras literarias y sin cerrarle el paso a los que quieran, como García Lorca, Faulkner, Truman Capote o García Márquez, usar estos materiales para el futuro, con los cuales reescribir historias o construir obras literarias en que el realismo se emparente con el imperio desmesurado de la imaginación. El se queda –y ese es su homenaje deliberado- en la tarea de juntar piedras brillantes de la orilla de las quebradas, pepitas de oro en las cercanías de “Las Minas”, contentivas de verdaderas joyas de la literatura popular y viejos pergaminos de las andanzas del caminante Melquiades, para ofrecérnoslas como carta de nacimiento que nos une, como a muchos otros, con la ciudad en la que nacimos, empezamos imaginar al mundo y aprendimos a soñar con transformar la realidad. Es por ello que, para nosotros Juan Fernando Avila Posas, en este libro, más que escritor—que lo es y de los mejores con que cuenta la narrativa hondureña actualmente es el paciente coleccionista que ha recogido y guardado, como “Romerito”, el viejo fotógrafo de nuestros recuerdos, un conjunto de vistas de la gente y de la vida de un período inolvidable de una de las ciudades más interesantes de Honduras. Cumplido su trabajo artesanal, sólo faltara el “ladrón furtivo”, el poeta de los tejados, el embustero deformador de historias ajenas, para que salga del interior vivo de “Tierra Natal”, el cuerpo de la novela de Olanchito, que haga compañía al primer y nunca superado esfuerzo cumplido en la década de los cuarenta del siglo pasado por Ramón Amaya Amador en Prisión Verde. La segunda novela de la ciudad de Olanchito, para el mundo.

Nadie sabe el destino de los hombres. Y mucho menos el de los libros. No sabemos que van a pasar con “Tierra Natal”. Por supuesto será el libro de los descendientes de los innumerables personajes que Avila Posas ha rescatado de la muerte, del polvo y del olvido. Un punto de referencia para que los menos haraganes maestros de literatura encaminen a los jóvenes más talentosos, por los definidos paraísos de la palabra. Una puerta de entrada para el conocimiento de la ideología y la mentalidad de una comunidad que todavía no nos la hemos explicado del todo. Y en forma total. O un conjunto de testimonios para que los antropólogos, construyan una estructura de símbolos con los que descubrir, cómo una comunidad humana, se inventa a sí misma, en el ánimo de sobrevivir a las inevitables y seguras amenazas de la muerte. Y de las agresiones de algunos estudiosos que, para ofender a algunos de sus hijos, ofenden a toda la ciudad, inventando historias falsas y construyendo teorías sin fundamento científico alguno.

Mientras pasa en el futuro, -cosa que ocurrirá inevitablemente- me quedo con el enorme gusto de sentir sobre la boca, el dulce sabor de la “Tierra Natal”, el eco de las palabras repetidas, el tono burlesco de algunas expresiones defensivas; y las duras expresiones faciales de los que se niegan a caer en la trampa y el engaño, mientras en la lejanía de los recuerdos, escucho otra vez, el mujir de las cercanas vacadas, el trueno que anunciaba las retrasadas lluvias de mayo, las confrontaciones verbales en el mercado viejo sobre las tonterías más bellas e inocentes, las tertulias en El Lux y en El Astoria, las largas discusiones, sobre asuntos sin importancia; pero que nos sirvieron para valorar la significación de la mentira y la exageración en el trabajo literario, en la oficina de Carlos Urcina Ramos, siempre abierta a la noche y a las madrugadas de quienes teníamos dificultades para encontrarnos temprano con la caricia áspera de las sábanas solitarias que, incluso habían, olvidado el obligado olor al jabón. Quedo lleno y pletórico. Como todos los que se acerquen a sus playas –páginas; y a sus placeres—cantares. Con ganas de buscar la hamaca, cómoda y fraterna, para bajo la sombra generosa de mango florecido, acariciar la orilla del sueño, con el cual, empezar a imaginar las empinadas posibilidades de una tentación literaria que, Juan Fernando Avila Posas, nos ha regalado desde su “Tierra Natal”, a quienes –igual que a él- encontramos en ella la leche materna de nuestros recuerdos, el material para darle fuerza y consistencia a las ilusiones. Seguro que alguien, en algún momento futuro, se levantará de allí, para igual que García Márquez, usar los materiales de la “Tierra Natal”, para escribir la novela que ponga a Olanchito, como Aracataca-Macondo, de una vez y para siempre, en el mapa de la literatura mundial.

Para los que no veamos cumplido este sueño, nos queda el gusto de la compañía inevitable del calor de “Tierra Natal”, al que nos refugiamos, como niños pequeños, asustados por las historias que nos hicieron temblar en nuestra lejana infancia, para cuando nos llegue el momento de nuestra muerte. Amén.
Fuente : La Tribuna, Seccion "Tribuna Cultural" 21 Feb 2010
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